La lluvia caía con fuerza sobre el cristal de la ventana, como si quisiera romperlo. El viento soplaba con tanta intensidad que las ramas de los árboles se doblaban y las hojas volaban por el aire. El sonido de la lluvia y el viento era ensordecedor, atrayendo la atención de Edurne. A pesar de ser las seis de la tarde, el día se había oscurecido, como si fuera de noche.
De repente, un rayo iluminó el cielo y un trueno ensordecedor sacudió la residencia geriátrica. La electricidad se fue y todo quedó en penumbra. Edurne estaba a punto de dirigirse a la planta baja de la residencia pero, dada la oscuridad reinante, se sentó en su butaca mirando por la ventana. De repente, le pareció ver una sombra que le recordó a su marido, para luego descubrir que se trataba a un árbol moviéndose por la tempestad.
Minutos más tarde vino la luz, circunstancia que aprovechó para ir hasta el comedor al objeto de dar cuenta de una frugal cena a una hora demasiado temprana, a la que no acababa de acostumbrarse. Ella era de cenar tarde y contundente y lo que peor llevaba era la falta de su copita de vino tinto que tomaba en cada comida. Allí solo le daban agua y encima sabía a sumidero.
Después, los mayores solían ir al salón para ver la televisión hasta la hora de acostarse. La única cadena que veían era Telecinco; les reconfortaba observar las miserias y chismes de los personajes que aparecían a diario en programas como «Sálvame», lo que les hacía olvidar la maldita rutina diaria, la tremenda soledad y la vida monótona que llevaban.
Edurne era diferente, siempre tenía un libro que leer y pasaba las altas horas de la madrugada en su habitación viendo algunas películas emitidas en los diferentes canales. Le encantaban las películas antiguas, y si eran en blanco y negro, mejor.
Repetía constantemente en sus conversaciones con otros internos que —»nos hemos convertido en una raza de mirones«— y le gustaba parafrasear a Thelma Ritter en «La ventana indiscreta», de Alfred Hitchcock, diciendo que —»lo que deberíamos hacer es mirar hacia dentro»—. En esa película, Hitchcock ilustra magistralmente la atracción de espiar la vida de los demás. La curiosidad y el cotilleo son inherentes al ser humano, e incluso con un toque de humillación, mejor aún.
Durante la emisión de los noticieros, la mayoría de los internos preferían charlar entre ellos o jugar al parchís en lugar de ver las noticias. Solo unos pocos, entre ellos Edurne, prestaban atención a la información. Esa noche, una de las noticias que emitieron fue sobre un acto de homenaje a dos miembros de ETA recién liberados en Guernica.
Edurne no pudo contenerse y murmuró en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que quienes estaban a su lado la escucharan.
— Malditos, ojalá se pudran en el infierno — dijo mientras apretaba los dientes y sus ojos se llenaban de lágrimas.
— Tienes que olvidarte del pasado — le dijo un abuelo andaluz que había sido guardia civil destinado en el País Vasco.
— Y una mierda, Paquito. Tú estás vivo, pero a mi marido me lo mataron de mala manera.
Luego se levantó y se dirigió a su habitación. Esa noche no quiso poner la televisión. Se sentó en el butacón, cerró los ojos y empezó a recordar otro maldito telediario de hace 45 años, cuando se encontraba cenando con sus dos hijos, una rutina que se volvió obligatoria desde que su marido empezó a recibir cartas de ETA pidiendo el «impuesto revolucionario».
El presentador comenzó con la noticia:
— Nuevo atentado de ETA. Un comando acaba matar a un industrial vasco cuando salía de la empresa conservera ZAYO en Ondárroa. La banda terrorista ha emitido un comunicado diciendo que la víctima era un enemigo del pueblo vasco porque se había negado reiteradamente a pagar el impuesto revolucionario.
— Esa es la empresa de papá — les comentó Edurne a sus hijos, soltando a continuación — ¡Ay, Dios mío!
Mientras el locutor hablaba, se mostraban imágenes de un hombre parcialmente fuera de un automóvil, acribillado a balazos en medio de un gran charco de sangre. También se veía a numerosos vecinos concentrados en las aceras, observando el cadáver con actitud pasiva e indiferente, sin que ninguno se acercara a socorrer a la víctima.
Edurne presentía que algo así sucedería desde que su esposo, terco como buen vasco, se negó una y otra vez a pagar el chantaje exigido por ETA. Ella respaldaba su decisión, pero le había rogado que se mudaran a cualquier lugar fuera del País Vasco, especialmente después de que aparecieran pintadas con la palabra TRAIDOR en una diana tanto en su casa como en la empresa familiar y al darse cuenta de que eran constantemente señalados en la calle. Sus amigos de toda la vida les dieron la espalda, algunos por simpatía hacia los terroristas y otros por temor a asociarse con los «señalados», como se llamaba a quienes eran amenazados por la banda terrorista.
Sin embargo, no había forma de hacerlo cambiar de opinión. Sostenía que había nacido en Ondárroa y que moriría en ese pueblo, tal como lo habían hecho todos sus ancestros.
Antes de la muerte de su esposo, era una católica devota e incluso estuvo a punto de tomar los votos, pero tras ese suceso dejó de creer. Ahora, todo lo relacionado con la resurrección de los muertos, la vida eterna, el Creador y el Espíritu Santo le parecían puras patrañas. Aún recuerda cómo en el funeral, se molestó mucho por las palabras del sacerdote tratando de justificar el suceso como parte del plan de Dios. No se atrevió a rechazar su mano, pero la sintió como una molestia viscosa. Al ver a su esposo en el ataúd, su fe en Dios estalló como una burbuja.
Desde aquel aciago momento, se percató de que había perdido lo que daba sentido a su vida: la esperanza. Su cotidianidad se veía dominada por una profunda tristeza, nunca llegaba a esbozar una sonrisa genuina. Abandonó las convenciones sociales y expresaba sus opiniones de manera directa, a menudo hiriente.
Poco tiempo después, cuando la tumba de su esposo fue vandalizada con el emblema de ETA, decidió que ya no podía más. Optó por vender la empresa familiar de conservas de pescado y trasladarse con sus hijos a Málaga, donde tenían una casa donde pasaban los veranos.
Edurne ya no albergaba esperanzas de encontrar la felicidad. Se limitaba a levantarse cada mañana, esperando que llegara su momento de partir.
Por ese motivo, los demonios la atormentaban cada vez que alguien le recordaba que debía pasar la página y olvidar el pasado. Al principio, se quejaba cada vez que le hacían ese tipo de observaciones, pero al final, respondía a cualquiera que se lo mencionara con un simple — Sí, sí, no te preocupes —. Aprendió a soportar el sufrimiento dentro de sí misma y a relacionarse con los demás de manera aséptica y distante.
Dentro de su habitación en la residencia, Edurne cerró los ojos y se dispuso a repetir la misma letanía que llevaba repitiendo durante 45 años.
— Da igual dónde esté, sigo recordándote como si estuvieras a mi lado. No sé muy bien si es felicidad o lo contrario, seguramente una mezcla de todo. Pero me encanta pensar en tu gesto siempre amable, a pesar de mi mal carácter, de las broncas que te echaba por nimiedades. No te niego que sigo con el nudo en el estómago desde que te quitaron la vida y con la sensación de desearte de vuelta. Me reconforta recordar aquellos abrazos inesperados y esa sonrisa cuando se te quemó la paella.
— La vida es muy difícil, y extrañarte aún más. Pero me conformo con tu recuerdo y saber que, aunque ya no estés, siempre estarás a mi lado.
— Nunca te olvidaré.