Llevaba horas recorriendo las calles de la ciudad, buscando la imagen que capturara el espíritu del personaje. Había realizado multitud de fotografías a personas de lo más variopinto, principalmente mendigos, drogadictos y músicos callejeros, pero también a niños jugando en parques o enamorados haciéndose arrumacos. Pero ninguna me parecía suficiente, ya que no me transmitían emoción alguna.
Me frustraba pensar que quizás no era capaz de plasmar la realidad con mi cámara. Que me faltaba talento, o sensibilidad, o suerte. Que me estaba perdiendo el momento decisivo, el instante mágico que haría que mi foto fuera única y memorable. Un día, por casualidad, me topé en internet con un curso online del museo de arte moderno MOMA de New York sobre fotorreportaje, eso sí en perfecto inglés, pero pensé que con el traductor de Google no tendría problemas en realizarlo.
En los ocho meses de duración, aprendí de fotógrafos, artistas y críticos una variedad de puntos de vista sobre lo que era una fotografía y las formas en que se había utilizado a lo largo de la historia hasta en el día de hoy: como una herramienta para la ciencia y la exploración; como un medio para documentar personas, lugares y eventos; de contar historias o como un modo de comunicación ya que nuestra cultura es cada vez más visual. Cuando acabé el curso y me mandaron el diploma pensaba para mis adentros si realmente aquello iba a servir para conseguir el sueño de hacer fotografías con alma.
Decidí poner en práctica lo aprendido yéndome unos días de vacaciones a la Habana, ya que siempre me había seducido la decrepitud que se había apoderado de esa bella ciudad en otros tiempos, así como de las gentes que la habitaban, que tenían la peculiaridad de estar gran parte del día en las calles trapicheando cualquier cosa.
Al salir del aeropuerto cogí un taxi colectivo, un enorme coche norteamericano de los años 50, conocidos como almendrones, que me llevó directamente al Hotel Nacional de Cuba. Nada más dejar el equipaje y asearme un poco, me lancé a la calle acompañado de mi cámara fotográfica, dirigiéndome a La Habana Vieja ya que es el sitio más turístico de la ciudad, realizando multitud de fotografías; pero seguía teniendo la sensación de que no era lo que buscaba, demasiado impostado todo lo que veía.
En los días siguientes recorrí los barrios más alejados del centro turístico y allí sí pude realizar las que estaba buscando. Contrastaba el espíritu optimista de sus habitantes con la extrema pobreza generalizada y los edificios en ruinas. Siempre pedía permiso para fotografiar a las personas y ninguna de ellas me puso la menor pega.
Otro día me pasó un hecho curioso. Vi a un niño de raza negra, de unos diez años, con una camiseta roja y una gorra azul. Estaba sentado en el suelo, junto a una pared llena de grafitis. Tenía una expresión de tristeza y cansancio en su rostro. A su lado, había una bicicleta vieja y rota. Parecía que acababa de escapar de alguna pelea, o que lo había perdido todo.
Me acerqué lentamente, sin hacer ruido. No quería asustarlo, ni alterar su pose. Quería capturar su mirada, su gesto, su alma. Era la foto perfecta. La que llevaba tiempo buscando. La que resumía la situación de un país en crisis.
Levanté la cámara, y encuadré. Estaba a punto de disparar, cuando el niño levantó la cabeza y me vio. Sonrió, y me hizo una seña con la mano. Era un gesto de complicidad, de agradecimiento, de esperanza. No pude evitar devolverle la sonrisa, y bajar la cámara. No hice la foto. No quise romper el momento. No quise robarle su dignidad. Me senté a su lado, y le pregunté su nombre. Dijo que se llamaba Orlando, y que quería ser fotógrafo como yo. Me contó su historia, y yo le conté la mía. Hablamos durante un rato, como si fuéramos amigos de toda la vida. Luego, me levanté, y le dije que tenía que irme. Que tenía que encontrar la foto perfecta. Nos dimos un abrazo, y me deseó suerte. Le di las gracias y le deseé lo mismo.
Me alejé, con una mezcla de alegría y tristeza. Sabía que había perdido la oportunidad de hacer posiblemente la mejor foto de mi carrera, pero presentí que iba por el buen camino.
Por la noche en el vestíbulo del hotel, echando una ojeada al periódico el Diario de Cuba, mientras tomaba una cerveza Bucanero, leí que La Güinera, el barrio más poblado de La Habana y uno de los más pobres en su periferia, había sido el epicentro de unas protestas contra el gobierno cubano hacía unos meses, por lo que decidí recorrerlo al día siguiente.
El aspecto era muy similar al que ya había visto en otros barrios, mucha miseria y pobreza y gente con una tristeza congénita en sus ojos, pero muy agradable.
Al llegar a la calle Mayari me adentré por el interior de un grupo de viviendas cuando vi a tres mujeres agarrándose el pelo unas a otras, dos de raza blanca y una mestiza. Una de ellas, ataviada con un gorro militar, sujetaba en sus manos lo que parecía ser una navaja barbera. Al principio me sobresaltó, pero al oír sus risas me di cuenta que debían estar pasando un buen rato. La de en medio le decía a la que tenía el gorro, situada detrás:
– Primero pelamos a la negra, – mientras reía a carcajadas.
– De eso nada, cuando has utilizado tu esa navaja, a ver si me vas a cortar el cuello en vez del pelo.
– Yo nunca, pero verás como te dejo el pelo que ni en una peluquería de Miami, – mientras se descojonaban las tres.
Levanté mi cámara y justo en el momento de disparar, las tres al unísono me miraron con el rostro serio, sorprendidas por mi presencia.
– Perdón, solo quería hacer una foto, pero si no queréis, la borro ahora mismo
– Que va, gallego, ¿porque eres gallego verdad? – Asentí con la cabeza.
– Haz todas las fotos que quieras, mientras ellas seguían bromeando a quien pelaban primero.
Mientras ellas seguían bromeando, sobre a quién pelaban primero, realicé varios disparos.
Al llegar al hotel visualicé las fotos en mi ordenador portátil y por fin pude ver la foto que tantos años estaba buscando, una foto con alma.