— Aquí tienes la cuenta. Y ahora vete directo a casa, ya has bebido suficiente esta noche.
Earl salió del bar, molesto por la respuesta que había recibido. Puso en marcha el coche y decidió hacer una parada en el club nocturno «Babilonia», un lugar de dudosa reputación que solía frecuentar, antes de regresar a casa.
Al final de mi jornada laboral, ya entrada la madrugada, regresé a casa y encontré a mi esposo sentado en el sofá con un vaso de whisky en la mano y una botella vacía tirada en el suelo.
— Además de ser una desgraciada gorda, no tienes vergüenza. Me faltaste al respeto delante de todo el mundo — dijo con voz aturdida mientras se tambaleaba.
— Vamos, Earl, te llevaré a la cama. Estás completamente ebrio.
— Calla gorda — Enseguida tropezó y cayó al suelo, quedándose dormido poco después.
Al ser imposible moverlo, no tuve más remedio que dejarlo allí, cubriéndolo con una manta para que no pasara frío.
Horas más tarde, uno de mis hijos me despertó diciéndome:
— Papá está en el suelo del salón rodeado de vómito, con la boca y los ojos abiertos.
Inmediatamente fui al salón y me acerqué al cuerpo tendido. Comencé a darle palmadas en la cara mientras le pedía que despertara, pero no reaccionaba en absoluto. Al tocarlo, noté que su cuerpo estaba rígido y frío, y su mirada vacía era realmente aterradora. Entonces no tuve ninguna duda de que estaba muerto.
— Hijos, vuestro padre ha fallecido — comuniqué a mis hijos con indiferencia, sin dejar asomar rastro alguno de pesar.
En el fondo, me sentía aliviada de haberme liberado de mi esposo. No era más que un holgazán resentido que no cesaba de criticar mi sobrepeso y mi personalidad. Nuestra relación se sostuvo a base de rutinas que reemplazaron la felicidad del principio de nuestro matrimonio.
Una vez que el médico certificó que su fallecimiento fue debido a ahogarse con su propio vómito, lo trasladaron al tanatorio donde adquirí un ataúd sencillo y sin ornamentos, el más económico disponible en la funeraria, dado que el muy desgraciado se había gastado el poco dinero que teníamos ahorrado en prostíbulos de mala muerte. Finalizado el entierro, recibí el pésame de la media docena de personas que habían asistido y al terminar me quedé sola con mis hijos, viendo en sus rostros que se encontraban desconcertados por los acontecimientos, los miré diciéndoles:
— ¿Algo que preguntar? — Ante su sorpresa, negaron con la cabeza.
Les dije: —Mejor así — y nos fuimos del cementerio.
En los días siguientes descubrí que no solo estábamos sin un céntimo, sino que Earl había contratado tres préstamos personales con un interés altísimo y sin muchos requisitos. Heredé una deuda de 15.000 euros. ¡Qué horror!
Inmediatamente comencé a trabajar como camarera, mi jefe me propuso cambiar mi turno, pero rechacé la oferta, ya que al trabajar de noche ganaba un extra por la nocturnidad, lo que me permitía cuidar de mis hijos a pesar de tener que dormir pocas horas mientras ellos estaban en el colegio.
Me olvidé por completo de mi peso, pero pocas semanas después, los mismos dos hombres trajeados con la corbata suelta y el cuello de la camisa desabrochado, hicieron el comentario de que «a algunos tipos les gustan gordas«, burlándose de mi apariencia una vez más y riéndose a carcajadas.
Al terminar la jornada, le pregunté a Mary, la compañera con la que mejor me llevaba, si me veía un poco subida de peso. — Mujer, tal vez tengas unos kilitos de más, pero lo importante es que estés a gusto contigo misma. Sabes que Amanda, mi pareja, es psicóloga. Sería bueno que tuvieras una charla con ella.
— Sí, como si estuviera para pagar un psicólogo.
— Por favor, no te cobraría nada, por supuesto.
Descarté la idea a pesar de que volví a obsesionarme de nuevo. No tenía un sobrepeso excesivo, pero me sentía incómoda con mi cuerpo y quería adelgazar a toda costa, por lo que comencé a probar todos los regímenes de adelgazamiento conocidos, desde la dieta del pomelo, la Atkins, la de carbohidratos reducidos o la del ayuno intermitente, pero ninguna parecía funcionar.
Cada vez que me pesaba y comprobaba que no perdía peso, me sentía más frustrada y desesperada. Estaba atrapada en un ciclo sin fin de intentos fallidos de dieta, y sentía que nunca podría lograr mi objetivo de tener un cuerpo más estilizado.
Un día, a la hora del almuerzo les pregunté a mis hijos:
— ¿Vosotros me veis gorda?
— No mamá, eres la mujer más hermosa del mundo y no necesitas adelgazar — me dijeron casi al unísono.
Eso me hizo darme cuenta de que ya había tenido suficiente y que mi obsesión por adelgazar estaba afectando mi salud mental y física. Lo peor era que me estaba amargando constantemente, recordándome a Earl. Viendo que no podía resolver el problema por mi cuenta, decidí hacer caso a Mary y ver a su pareja, la psicóloga.
Amanda me citó en un parque cercano, disfrutaba realizar sus terapias al aire libre. Después de detallarle mi pasado con Earl y el tema del sobrepeso, me dijo:
Mira Doreen, lo que me cuentas claramente indica un déficit de autoestima. Debes empezar a quererte y para lograrlo, considera estos principios en este orden:
- Tu opinión es la más importante para ti.
- Valora la opinión de tus seres queridos.
- Aleja de tu vida a las personas tóxicas.
- Por último, controla tus pensamientos negativos.
— Los tres primeros creo que puedo lograrlos, pero ¿cómo puedo evitar el bombardeo continuo de esos recuerdos que tanto me atormentan?
— Para lograrlo, necesitaremos realizar varias sesiones, ya que en los seres humanos los miedos son mucho más numerosos que los peligros concretos que enfrentamos. Sufrimos más por nuestra imaginación que por la realidad. Lamentablemente, nos deleitamos en ellos incluso más que los cerdos en la suciedad.
— Por ahora, necesitas encontrar un estímulo lo suficientemente fuerte como para interrumpir el flujo de esos pensamientos negativos que vuelven una y otra vez a tu mente.
— Podría ser gritar la palabra «stop» o «para» si estás sola, colocarte una banda en la muñeca y jugar de ella, darte un pellizco o cualquier otra estrategia que se te ocurra y te resulte útil.
— En las próximas sesiones profundizaremos en esta técnica.
Poco a poco logré liberarme del constante recuerdo del acoso al que me sometía mi marido por mi peso, empezando a sentirme mejor conmigo misma, descubriendo que mi cuerpo era hermoso tal como era y que no necesitaba cambiar para ser feliz.
Doreen nunca alcanzó el peso que deseaba, pero aprendió una valiosa lección sobre la importancia de amarse a sí misma y de aceptarse tal como es.