La verdadera riqueza

Carmen llevó a Ahisa en su automóvil hasta la residencia de un hombre mayor llamado Antonio, de 75 años. Viudo, sin hijos y aquejado de diabetes y artritis, Antonio necesitaba alguien que lo cuidara, le brindara compañía y lo ayudara con las tareas domésticas.

Carmen era voluntaria de una ONG que ofrecía apoyo a refugiados, mientras que Ahisa se encontraba alojada en un antiguo cuartel transformado en centro de acogida. Ahisa había escapado de Senegal, primero en una patera hasta la isla de El Hierro en Canarias y luego, en un vuelo fletado por las autoridades españolas, llegó a Granada. Le ofreció a Ahisa un trabajo como cuidadora de un hombre mayor que vivía solo en una casa en el Sacromonte, añadiendo que le pagarían en efectivo hasta regularizar su situación, y que tendría alojamiento y comida, así como otros detalles del trabajo. Terminaron diciéndole que era una oportunidad única, y que no la dejara escapar.

Ahisa aceptó la oferta sin dudarlo mucho. Pensó que era mejor que quedarse en el centro sin hacer nada. Se ilusionó al ver la posibilidad de empezar una nueva vida, lejos de los problemas y dificultades que había vivido hasta ese momento.

Cuando llegaron a la casa, Ahisa quedó impresionada. Era una casa grande, de piedra, rodeada de árboles y flores. Tenía un enorme jardín y unas preciosas vistas a Sierra Nevada. Antonio salió a recibirlos apoyado en un bastón. Era un hombre alto, de cabello blanco, de aspecto noble y serio. Tenía unos ojos azules que reflejaban bondad y sabiduría. Les sonrió y les dio la bienvenida.

Hola, Antonio, esta es la chica que te comenté el otro día. Se llama Ahisa. — Dijo Carmen.

Soy Antonio. Encantado de conocerte. Espero que te sientas cómoda aquí. Esta es tu casa.

Ahisa le devolvió la sonrisa, y le dio las gracias llevándose las manos al corazón. Aunque no sabía mucho español, entendió sus palabras. Le pareció un hombre amable y generoso, embargándole un sentimiento de esperanza y agradecimiento.

Carmen los dejó solos, asegurándoles que regresaría tan pronto como completara todos los trámites de residencia. Una vez dentro de la casa, Antonio les mostró las diferentes habitaciones. Finalmente, les enseñó el lugar donde se iban a hospedar: una amplia habitación completamente amueblada con una ventana que ofrecía unas vistas espectaculares de las montañas.

Espero que te guste. Si necesitas algo, solo házmelo saber. Estoy a tu disposición. Ah, y puedes decorarla a tu gusto.

 Gracias, Antonio. Es muy bonita. Me gusta mucho.

De nada, Ahisa. Me alegra que te guste. Ahora te dejo para que te instales. Luego te llamo para comer, he preparado un estofado de cordero porque no sé si tu religión te permite comer cerdo.

No hay problema, soy cristiana. De hecho, tuve que huir de mi poblado porque los terroristas mataron a todos los que profesábamos esas creencias, incluidos mis padres y mi marido. — Le respondió ella con los ojos humedecidos por el recuerdo.

Bueno, tranquila, ahora instálate. Habrá tiempo para que me cuentes esa dramática historia que has tenido que sufrir.

Una vez que Antonio salió de la habitación, Ahisa se sentó en la cama y observó a su alrededor, sintiéndose desconcertada pero a la vez tranquila e ilusionada. Se dijo a sí misma que había tomado la decisión correcta, estaba convencida de que había encontrado un buen lugar donde vivir y que era el comienzo de su nueva vida.

Después de disfrutar de aquel delicioso estofado, se dirigieron al salón a tomar un café. A ella le llamó la atención una librería repleta de cientos de volúmenes.

¿Por qué tienes tantos libros?, le preguntó.

 Ah, es que he sido librero toda mi vida. Cuando me jubilé, traspasé el negocio, pero quise quedarme con todos estos libros que tanto han significado para mí. Cuando quieras, me dices cuáles son tus preferencias de lectura y te aconsejo qué puedes leer.

Sí, sí, pero primero me gustaría aprender tu idioma mucho mejor, ahora solo entiendo un poquito.

 — No te preocupes, ya me encargaré de ello. Será un placer enseñarte. Tenemos todo el tiempo del mundo

 — De la comida me encargo yo, pero tienes que ayudarme con la limpieza principalmente y, por supuesto, hacerme compañía. Ahora te dejo para que acabes de instalarte mientras yo echo mi siesta reglamentaria de jubilado para que no me quiten la paga. — Dijo Antonio entre risas, explicándole que era solo una broma al ver la sorpresa en los ojos de ella.

Después por la tarde me cuentas tu historia.

Mientras Antonio cumplía con su deber reglamentario, Ahisa lavó los trastes, limpió los baños y retiró el polvo de varias habitaciones con cuidado para no despertar a Antonio.

Por la tarde, salieron al jardín donde se sentaron en unas hamacas con vistas a Sierra Nevada, aprovechando la agradable temperatura de esa primavera granadina.

Si quieres, ahora puedes compartirme tu historia. Estoy deseando conocer las dificultades que has tenido que enfrentar.

Por supuesto, me encantaría, creo que será beneficioso, pero perdona mi pobre español , y comenzó a relatar:

Soy de Senegal, pertenezco a la etnia Serer y vivía en una pequeña población llamada Ndiongo, cerca del Parque Nacional de Foret de Tielene. Mis padres eran agricultores y también tenían una piara de cabras cuya leche utilizaban para elaborar deliciosos quesos que vendían en el mercado. Mi esposo era maestro en la escuela local y colaboraba con unos misioneros católicos que regularmente traían médicos para atender principalmente a los niños de la aldea.

Prácticamente todos los 300 habitantes éramos seguidores de la religión católica, e incluso teníamos una pequeña iglesia de madera que construimos juntos.

Una mañana me desperté asustada por el sonido de disparos y explosiones. Me levanté de la cama y corrí hacia la puerta de mi casa, desde donde pude presenciar el horror que se había desatado en la aldea. Hombres armados con turbantes negros y banderas de Boko Haram estaban incendiando las casas y la iglesia, asesinando a los hombres y secuestrando a las mujeres y niños. Sentí un escalofrío de terror al reconocer a algunos de los atacantes como antiguos vecinos que se habían unido al grupo terrorista.

Miré a mi esposo Hassan con desesperación mientras caía al suelo, abatido a tiros junto a otras personas. Un grito apenas audible escapó de mis labios, y sentí cómo se me partía el corazón. Hassan era mi única esperanza de amor y felicidad en medio de la miseria y la violencia que nos rodeaba. Habíamos contraído matrimonio apenas un año atrás.

No tuve tiempo para llorar, pues vi a uno de los terroristas acercándose con una sonrisa malévola.

 Sabía lo que me esperaba si me capturaban: me violarían, torturarían y me obligarían a convertirme al islam radical. Recordé que Hassan me había dejado una pistola escondida bajo el colchón, por si acaso. Corrí hacia la cama, saqué el arma y apunté al hombre que se acercaba. Disparé sin vacilar y lo vi caer al suelo. Sentí una mezcla de alivio y culpa. Nunca había matado a nadie, pero tampoco iba a dejar que me arrebataran mi vida y mi dignidad.

Aproveché el caos para escapar de la aldea. Corrí hacia el bosque sin mirar atrás. Posteriormente junto con otros supervivientes nos unimos a una caravana de camellos que nos dejó cerca de la playa de Gara donde embarcamos en una patera, tras pagar todo el dinero que llevábamos encima.

 Recuerdo que la travesía duró siete días y fue muy dura, llena de peligros y sufrimientos. Muchos de mis compañeros de viaje murieron víctimas de la sed y el hambre. Yo rezaba cada día por llegar a tierra firme, por sobrevivir a esa pesadilla con la angustia de no saber le que me esperaba al otro lado del mar.

Un día, al amanecer, vimos en el horizonte una línea blanca que se iba acercando. Era la costa española, el final de la odisea. Sentí una mezcla de alegría y miedo, de alivio y ansiedad. No sabía qué me depararía el destino, pero estaba dispuesta a afrontarlo. La patera fue interceptada por la Guardia Civil, que nos trasladó a un centro de acogida. Allí, recibimos atención médica, comida, ropa y un lugar donde dormir. También nos tomaron los datos personales y nos informaron de nuestra situación legal. Nos dijeron que teníamos que solicitar asilo, pero que el proceso podía durar meses o años y que mientras tanto no podíamos trabajar ni salir del país.

Dos semanas más tarde nos trasladaron en barco hasta Tenerife y de allí en avión hasta Granada.

Posteriormente Antonio le contó la historia de su vida y la tranquilizó diciéndole que había encontrado un nuevo hogar donde rehacer su maltrecha vida.

La mansión se llenó de risas y colores con la llegada de Ahisa. Su actitud desinhibida y sus ocurrencias trajeron una nueva luz a la vida de Antonio, que comenzó a redescubrir la alegría en medio de sus limitaciones físicas. A medida que los días pasaban, la relación entre ambos florecía. A través de las conversaciones y las experiencias compartidas, se forjó una amistad profunda. Ahisa se convirtió en un apoyo vital para Antonio no solo físicamente, sino también emocionalmente.

Sin embargo, como suele ocurrir en muchas ocasiones, la felicidad no es eterna y a los pocos meses de disfrutar aquella situación ideal, la vida de Ahisa cambió radicalmente. Durante una de sus visitas periódicas al centro de acogida para ver a Carmen y a otros migrantes que habían huido con ella, se encontró con un recién llegados, quedando horrorizada al identificarlo como uno de los terroristas que participaron en el asesinato de su esposo. De inmediato abandonó las instalaciones para evitar que este individuo pudiera reconocerla. Más tarde, Carmen le confirmó que efectivamente habían recibido otra remesa de personas de diferentes países del centro de África.

Le relató el asunto a Antonio, quien le dijo que denunciarlo no serviría de nada, ya que no se tenía información real sobre la identidad de la mayoría de las personas que escapaban de sus países. No volvieron a conversar sobre el tema, pero Ahisa no pudo evitar pensar en vengarse de aquel asesino.

Casualmente, un día el terrorista apareció muerto en un callejón; según las autoridades, fue víctima de una pelea con gitanos por el control de la droga en la ciudad, aunque estos últimos lo negaron. Ahísa y Antonio sonrieron de oreja a oreja al ver la noticia en la televisión.

En los días siguientes, ambos reanudaron su relación, confirmando que la verdadera amistad puede surgir en los lugares más inesperados y que la verdadera riqueza no reside en las posesiones materiales, sino en las conexiones humanas auténticas y en la capacidad de ir más allá de las apariencias.

El viaje de estas dos personas, de mundos diametralmente diferentes, evidenció que la verdadera amistad puede surgir en los lugares más inesperados y que la verdadera riqueza no se encuentra en las posesiones materiales, sino en las conexiones humanas genuinas y en la capacidad de ver más allá de las apariencias.

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