La Casa de la Torre

Las calles adoquinadas de Torrejón susurran historias del pasado, y las fachadas de piedra de las casonas existentes en el centro del pueblo, se erigen como guardianes del tiempo. La reina de todas ellas es la Casa de la Torre, con su palomar, que parece una atalaya de vigilancia, y sus regios muros cubiertos de enredaderas que abrazan fielmente cada piedra.

Su propietaria, Doña Elisa, una mujer de ojos tan penetrantes como el azul del cielo, ha vivido entre esas paredes llenas de recuerdos desde que nació. Las ventanas altas y estrechas, protegidas por pesadas contraventanas de madera, se abren como ojos curiosos hacia una plazoleta, donde los niños juegan, y los ancianos cuentan historias bajo la sombra de los almendros.

Sin embargo, desde que el Ayuntamiento iniciara un procedimiento de expropiación, con el objeto de derribar todo el inmueble para construir en el solar un edificio de pisos, una atmósfera de tristeza invadía toda la casa. Doña Elisa, consciente de los planes que amenazan su hogar, se siente la última defensora de un patrimonio que se desvanece ante el inexorable paso a la expansión del pueblo.

El suelo de nobles maderas cruje bajo sus pasos,  acusando el deterioro por el uso de los innumerables visitantes que visitaron la mansión a lo largo de tantos años.  Le gustaba subir a lo alto de su particular faro desde donde contemplar el mosaico de tejados rojos y calles sinuosas, llenas de leyendas y secretos.

Las paredes de la sala principal, decoradas con frescos descoloridos de antepasados, es un registro visual de las generaciones que rieron y lloraron bajo el mismo techo de esta vivienda.

Al darse cuenta de que cada día podía ser el último en su amado hogar, Doña Elisa se dedicó a registrar cada habitación, acariciar los muebles antiguos y hablar con las paredes como si pudieran escuchar su voz. En su jardín, donde las rosas florecían aferrándose obstinadamente a la vida, se sentó y escribió a las autoridades, rogando clemencia para su casa.

Con su imponente presencia y aire desafiante, la Casa de la Torre se había convertido en un símbolo de resistencia contra la erosión del tiempo y la historia. Era como una pequeña isla entre los edificios más modernos y baratos. El Ayuntamiento decidió que la Casa Torre, constituía un obstáculo para el progreso y un obstáculo para el urbanismo de la ciudad. Le enviaron una carta advirtiéndole que tendría que abandonarla dentro de dos meses. Le pagarían una indemnización, le encontrarían otro lugar donde vivir y facilitarían su traslado. Pero ella no quería eso. Solo quería estar en su casa, que ella consideraba como un palacio.

Un día pudo observar, con desasosiego, como ponían un enorme panel frente a la entrada principal, anunciando la próxima construcción de viviendas de dos y tres dormitorios. Sintió que su corazón se rompía, que su mundo se acababa y que su alma moría. 

Entonces decidió protestar, encerrándose a cal y canto, sin contestar el teléfono o recibir visitas. Colgó carteles en las ventanas con mensajes de protesta, reivindicación y desafío. “No al derribo”, “La casa es mía”, “No me van a mover”. Pero nadie la escuchó, nadie la apoyó y nadie la entendió. Todos la miraban con ojos de lástima e indiferencia.

Una mañana escuchó un ruido en la calle. Miró por la ventana entreabierta, viendo a un grupo de trabajadores escoltados por policías y provistos de una máquina excavadora.  Entonces, tomó una decisión. Bajó al sótano donde guardaba la vieja escopeta de su marido. Por un momento pensó en disparar a las excavadoras, a los camiones, a los trabajadores y a la policía, pero al final disparó al cartel. Luego dejó caer su arma al suelo y esperó pacientemente a que la arrestaran.  Finalmente, la policía entró en la casa llevándola delante del juez, el cual ordenó su ingreso en un centro geriátrico donde quedó internada. El vacío que dejó la demolición de la su casa la inundó de tristeza y melancolía que no desapareció hasta que la parca vino a visitarla.

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