Siempre llueve en enero

—¿Por qué siempre llueve en enero? ¿Qué tiene este mes que lo hace tan triste y gris?

—¿Y qué hay de malo en eso? ¿No es la lluvia una bendición que limpia el aire, riega las plantas y llena los ríos?

—La lluvia no es una bendición, es una maldición que nos moja, nos enfría y nos enferma.

—Tal vez sea porque en enero se acaban las fiestas, los regalos, las reuniones familiares. Tal vez sea porque en enero nos damos cuenta de que otro año ha pasado y que estamos más viejos, más cansados, más solos.

—Será para otros. Llevo tanto tiempo solo que ya ni me acuerdo de las cara de mi mujer. ¿Cuántos años hace que mi hijo no me hace una visita? Ni siquiera sé si tengo nietos.

—¿Por qué siempre llueve en enero?

—Porque la vida es un ciclo que se repite una y otra vez.

—No seas ingenuo. La vida no es un ciclo, es una línea recta que se acerca cada vez más al final. No puedes dejar de andar hasta el precipicio, cuando llegas al borde y caes se acabó.

—¿Qué te ha hecho tan amargado? ¿No tienes nada por lo que estar agradecido, nada que te haga feliz, nada que te ilusione?

—Lo tenía todo, y lo perdí. Primero a mi esposa y con su muerte vino el alcohol, la depresión…. Después mi trabajo, mi casa, mi salud. Mi hijo, por llamarlo de alguna manera, desapareció de mi vida. Ya no me queda fe, ni esperanza, ni alegría.

—No digas eso. Aún tienes algo que no puedes perder: tu memoria. La que te recuerda los buenos momentos, las personas que te quisieron, las cosas que te hicieron sonreír.

— ¿De qué me sirve la memoria si no puedo compartirla con nadie? ¿Si solo me recuerda lo que ya no tengo y me hace sufrir más que vivir?

—La memoria es lo único que te queda, lo único que te mantiene vivo. Sin ella, serías como una planta sin raíces, como un pájaro sin alas, como un pez sin agua.

—¿Y qué? Quizás sería mejor olvidar, dejar de pensar y de sentir. Tengo ganas de llegar al borde del precipicio.

—No seas cobarde. No te rindas. No te dejes vencer por la lluvia. Es solo agua, y el agua se evapora. Tarde o temprano, saldrá el sol. Y entonces, quizás, volverás a ver el arco iris.

—Ya, siempre dices las mismas tonterías. Deja de bombardear mi mente con esos pensamientos tan absurdos.

El anciano se levantó de la cama con dificultad. Miró por la ventana y vio el cielo nublado y la lluvia que caía sin cesar. Suspiró y se vistió con ropa vieja y gastada. No tenía nada que hacer, nadie que visitar, ningún lugar al que ir. Su vida era una rutina vacía y monótona.

Se dirigió a la cocina y se preparó un café. Se sentó a la mesa y encendió la radio. Escuchó las noticias, pero no le interesaban. Todo le parecía igual: guerras, crisis, corrupción, violencia. No había nada bueno en el mundo, nada que le diera esperanza.

Apagó la radio y se quedó en silencio intentando recordar cosas felices de su pasado. Pero no pudo, todo se había esfumado como la niebla.

Cerró los ojos y trató de dormir, pero tampoco pudo. El sueño no le llegaba, solo le asaltaban pensamientos pesimistas que le decían que no valía la pena vivir y que lo mejor sería morir.

Abrió los ojos y miró el reloj. Eran las once de la mañana. Todavía le quedaba todo el día por delante. ¡ Que fastidio! Un día más de lluvia, de tristeza, de soledad. Un día más de sufrimiento, de angustia y desesperación.

Decidió salir a la calle aunque le empapara la lluvia. Caminó sin rumbo, sin destino, sin ilusión. No le importaba nada, ni siquiera él mismo. Solo quería escapar, olvidar, dejar de sentir.

De repente la lluvia se detuvo. El anciano levantó la vista y vio que el cielo se abría y dejaba pasar los rayos del sol. Un arco iris espectacular se formó en el horizonte, llenando de color el paisaje gris.

Al fondo de la calle observó a un niño de pocos años que le saludaba. Al fijarse más detenidamente sintió una extraña sensación en el pecho. Detrás del niño, vio a un hombre que le señalaba con la mano y que reconoció al instante: era su hijo, el que se había ido hace años a vivir a otro país y del que no sabía nada desde hacía mucho tiempo. No podía creerlo. Sin pensarlo dos veces, se puso en marcha con una energía que no sentía desde hacía años hasta llegar frente a ellos.

El niño le sonrió y le dijo:

—Hola, abuelo. Soy tu nieto. Me llamo Lucas.

Se quedó sin palabras. No podía creer que tuviera un nieto y sin poder contenerse, lo alzó y besó en la mejilla. Este se rio y le abrazó con fuerza.

El hombre se le acercó diciéndole:

—Hola, papá. He vuelto a casa.

Soltó al niño y le miró a los ojos, cerciorándose que si era su hijo perdido y ahora encontrado. No pudo resistirse y lo estrechó entre sus brazos.

De repente toda la amargura que le constreñía el alma se disipó. El anciano miró una vez más al arco iris seguía brillando en el cielo. Esbozó una sonrisa y se dijo a sí mismo:

—Al final vas a tener razón que la lluvia es solo agua, y el agua se evapora. Tarde o temprano, saldrá el sol. Y entonces, quizás, volverás a ver el arco iris.

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