La civilización pérdida

Mi nombre es Alberto Nogueira, soy periodista especializado en reportajes gastronómicos y enológicos para distintos medios nacionales, abordando también temas de actualidad. El caso más extraordinario que he tenido el privilegio de atender tuvo lugar en la localidad manchega de Argamasilla de Alba.

En 2014, junto con dos colegas con los que solía colaborar, comenzamos un reportaje sobre las bodegas abandonadas en La Mancha. Visitamos muchas de ellas, principalmente en Valdepeñas y Tomelloso. Fue entonces cuando un familiar de uno de mis compañeros nos mencionó una bodega debajo de una de sus propiedades en Argamasilla de Alba, que utilizaba para temporadas vacacionales, alegando la peculiaridad de escuchar ruidos extraños en ella. Incluso nos contó sobre la presencia de Fernando Jiménez del Oso, un psiquiatra y periodista español especializado en misterio y parapsicología, que había llevado a cabo pruebas como psicofonías, donde se distinguían claramente voces de personas en las grabaciones.

Intrigados por esta información, decidimos explorar el lugar. Al ingresar, nos topamos con un pasillo que conducía a diferentes salas donde se almacenaban botellas, cubas de vino y otros objetos típicos de las bodegas cubiertos de telarañas. Después de explorar cerca de diez espacios y comprobar que llevaban años abandonados, sentimos curiosidad por descubrir lo que había al final del interminable pasillo.

Más de 50 metros adentro, la iluminación eléctrica cesó, pero decidimos seguir avanzando con las linternas encendidas, aunque para ser honestos, nos sentíamos un poco perturbados, ya que la sensación de claustrofobia, la humedad del ambiente y las sombras proyectadas por la luz no contribuían a tranquilizarnos.

A ambos lados del pasillo seguían apareciendo habitaciones que, tras alumbrarlas, las mirábamos rápidamente sin entrar en ellas, ya que se veía claramente que estaban abandonadas.

Unos 100 metros más adelante notamos que de una de ellas salía una luz tenue, a la vez que escuchábamos murmullos como si hubiera personas dentro. Aquello nos alarmó, apagamos las linternas y avanzamos con mucho sigilo hasta llegar a la misma.

Al entrar, lo que presenciamos nos dejó totalmente desconcertados, algo muy difícil de explicar.

En esa sala se vislumbraba una apertura del tamaño de una puerta que parecía flotar en la pared, envuelta en un vórtice de un tono verdoso. Más allá de ella, se extendía un pasillo largo, iluminado por una suave luz azulada, donde se podía contemplar a personas de todas las edades, incluyendo a algunos niños. Todos ellos compartían un aspecto singular, con piel extremadamente clara, casi blanquecina, y ojos prominentes que parecían asomarse fuera de sus órbitas. Además, eran de baja estatura y vestían túnicas en tonos claros. Los niños correteaban y se divertían despreocupados; algunos caminaban pausadamente, mientras otros se detenían admirando objetos que resultaban un enigma para nosotros. Con temor a ser descubiertos, decidimos apagar las linternas y permanecer en silencio.

En ningún momento manifestaron señales de advertir nuestra presencia, como si no nos hubiesen percibido. Apenas unos instantes después, uno de ellos, de avanzada edad y perteneciente al grupo más cercano, se acercó contemplándonos serenamente, dibujando una leve sonrisa en su rostro. Sin pronunciar ni una palabra, se dio la vuelta y la apertura desapareció de inmediato, sumergiéndonos en una oscuridad absoluta. Al encender nuestras linternas y apuntarlas hacia donde se encontraba la abertura, solo divisamos una pared cubierta por una maraña de telarañas. Salimos de allí inmediatamente y en el exterior le pregunté a mis dos compañeros:

—¿Vosotros habéis visto lo mismo que yo?

Después de responder de manera afirmativa, compartimos nuestras experiencias, coincidiendo plenamente en nuestras apreciaciones. Esto nos dejó completamente asombrados. En ese momento, los tres experimentamos el mismo estado emocional; en lugar de sentir miedo, se apoderó de nosotros una calma similar al famoso «punto de quietud» de la meditación ZEN, caracterizado por una profunda serenidad, completa tranquilidad y un silencio perfecto. Eso es exactamente lo que sentimos nosotros.

Me considero una persona muy pragmática, a veces incluso demasiado, y he reflexionado en numerosas ocasiones sobre aquel suceso, sin descartar la posibilidad de que hayamos experimentado una especie de alucinación, a pesar de que estas suelen ser individuales y rara vez colectivas. Lo cierto es que iba a resultar muy complicado explicarlo.

Después de este inusual encuentro, retornamos a Madrid,  optando por no aludir a esta vivencia en el artículo que estábamos elaborando, con el propósito de salvaguardar nuestra reputación profesional.

Meses después, en mis vacaciones de verano, tomé la decisión de regresar solo a la bodega con la ilusión de que pudiera volver a presenciar la visión de aquellos seres. Tras un minucioso recorrido por toda la cueva, incluyendo la habitación donde se encontraba esa especie de «puerta astral», no encontré nada más que objetos cubiertos de polvo y telarañas.

A pesar de eso, tomé la decisión de pasar la noche en el interior de la cueva. Mantuve la grabadora encendida, desplegué mi saco de dormir y me tumbé, sumergiéndome rápidamente en un estado de somnolencia que, a pesar de luchar por mantenerme despierto, finalmente triunfó, sumergiéndome en un sueño profundo en medio de una paz mental extraordinaria.

Sobre las cuatro de la madrugada, desperté sobresaltado por una intensa luminosidad. De ella emergieron tres ancianos, uno de ellos era aquel que habíamos visto en la primera visita, quienes me invitaron a cruzar el umbral. Mi cuerpo experimentó una extraña sensación de hormigueo, al mismo tiempo que una ligereza que se asemejaba a la sensación de caminar entre las nubes. Nuestra comunicación no se daba a través de los canales sensoriales humanos conocidos, más bien parecía ser algo de carácter mental o telepático.

No recuerdo exactamente cuánto tiempo estuve con ellos ni tampoco cuando volví a quedarme dormido, pero sí recuerdo claramente nuestras conversaciones sobre el futuro oscuro de la vida en la Tierra. Al despertar horas más tarde, me di cuenta de que la fruta había desaparecido del cesto. Al revisar la grabadora, solo detecté una palabra grabada, con un eco lejano:

 —Gracias.—

Todavía conservo esa cinta, la he reproducido cientos de veces intentando descubrir si había algo más, pero siempre ha sido en vano.

Lo que me comunicaron se queda conmigo, porque estoy seguro de que hacerlo público no valdría para nada, los humanos no tenemos remedio.

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