Eloise y François eran dos jóvenes rebosantes de vitalidad y sueños, inmersos en la vibrante atmósfera de la vida parisina a principios del siglo XX. Aquella época, conocida como la «Belle Époque», fue uno de los periodos más gloriosos y vanguardistas de la historia, que dio origen a corrientes artísticas como el impresionismo, el cubismo y el surrealismo.
François, un joven agricultor de Bretaña, aprendió a tocar el violín con grandes esfuerzos y decidió emigrar a la capital francesa, aprovechando el inmenso revuelo causado por la Exposición Universal de 1889, en la que el mundo quedó asombrado con la presentación de la Torre Eiffel.
Encontró un lugar ideal en los jardines del Trocadero, por donde transitaban numerosos visitantes que acudían a admirar el recién inaugurado monumento. Allí, deleitaba a la multitud con obras de Bach, Mozart, Tchaikovsky y otros grandes compositores, logrando así reunir el dinero necesario para costear su alojamiento en el Barrio Latino, donde pasaba las noches.
Eloise provenía de una familia de clase media que tenía una de las primeras tiendas de corsés y lencería femenina en París. Aprovechando que el consumo de bienes dejó de ser exclusivo de las clases altas, la tienda se expandió y llegó a todas las capas de la sociedad. Fue en este contexto que las mujeres empezaron a disfrutar de una libertad e independencia sin precedentes.
Apasionada por la pintura, experimentó con distintas corrientes artísticas antes de encontrar su favorita: el impresionismo. Consideraba que esta técnica era la mejor forma de capturar la belleza del mundo a través de sus pinceles. Su objetivo era plasmar la vida cotidiana de los parisinos, por lo que buscaba continuamente lugares que reflejaran esta realidad.
Entre sus favoritos se encontraba el bullicioso bulevar de Edgar-Quinet, donde se mezclaban los tranvías de tracción animal y eléctrica. También le fascinaba pintar las innovadoras farolas eléctricas y los icónicos letreros del recién inaugurado metro de París. Además, Eloise realizaba retratos de personas influyentes, como la señora Decourelle, quien obtuvo en 1907 la primera licencia de taxi concedida a una mujer en París. También plasmó en sus lienzos a la conocida actriz y escritora Collette, quien escandalizaba a las mentes más conservadoras al vestirse como hombre y fumar en público.
Eloise descubrió en el arte una forma de expresión que le permitía capturar la esencia de la vida parisina y resaltar las historias fascinantes que se ocultaban detrás de cada individuo y cada rincón de la ciudad. Su pasión y habilidad la llevaron a ser una artista reconocida y admirada por todos.
En una ocasión, mientras se encontraba en el Trocadero, su atención se dirigió hacia un joven que interpretaba una pieza del Concierto para Violín en Re Mayor de Tchaikovsky. La emotividad, la belleza melódica y el virtuosismo que emanaban de su música la dejaron fascinada. Decidió regresar durante los días siguientes para pintar al músico callejero que había conquistado su corazón. En un momento particular, al alzar su vista para captar algún detalle, sus miradas se encontraron y experimentaron una conexión instantánea.
Comenzaron a reunirse diariamente. Ella lo retrataba mientras tocaba y él le dedicaba canciones. Ambos se enamoraron profundamente y se prometieron amor eterno. Juntos paseaban por las calles de París, admirando la majestuosidad de la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, el Louvre y las aguas del Sena. Asistieron a funciones en el cine Gaumond, donde vieron el estreno de la película «Quo Vadis», así como a bares y locales nocturnos repletos de clientes, como el club de música Les Mirlitons y el famoso cabaret Moulin Rouge, donde las bailarinas de cancán alcanzaron una gran fama tanto dentro como fuera de París. Al finalizar la noche, se besaban bajo la luz de las estrellas mientras se dirigían a la pensión de François, donde se entregaban apasionadamente al amor hasta el amanecer. Eran felices y nada más les importaba.
Sin embargo, la felicidad fue efímera. En aquel fatídico año, Estalló la gran guerra y él, como tantos jóvenes, tuvo que marcharse a luchar. Con el calor de agosto y el frio del miedo, llegó la tan temida despedida. Ella le aseguró que le escribiría todos los días y que le guardaría un lugar en su corazón. Entre lágrimas, sellaron su amor y despedida con un último y apasionado beso, y él, partió entre amorosas promesas, hacía un destino incierto.
Eloise envió numerosas cartas llenas de amor y esperanza, pero no recibió respuesta. Pasaron los meses y la guerra no parecía tener fin, pero ella no perdió la fe y se refugió en su pintura.
Un día recibió una noticia que hizo añicos su alma. François había sido hecho prisionero por los alemanes y nadie sabía cómo estaba. Se desesperó y lloró sin consuelo. Pensó que nunca volvería a verlo. Sintió que su vida carecía de sentido sin él. La guerra terminó, pero la paz no trajo alivio. La crisis económica azotó a París. Sus padres tuvieron que cerrar la tienda y comenzaron las penurias económicas en la familia. Solo tenían su pintura, pero eso no era suficiente para sobrevivir.
Un día, un hacendado rico y poderoso, cautivado por su belleza, le ofreció matrimonio prometiéndole una vida cómoda y segura. No lo amaba, ni siquiera lo conocía, pero no tenía otra opción. Aceptó resignada, creyendo que era lo mejor para ella y su familia. Se casó con el adinerado y se mudó a su mansión. Él era 30 años mayor que ella, enfermo y amargado. No la amaba, solo la poseía, tratándola con desprecio y crueldad, algo que ella soportaba con dignidad y silencio.
Después de cinco años, François fue liberado. Había sufrido torturas, hambre, frío y miedo, pero no había perdido la fe. Pensaba en Eloise cada día, leyendo una y otra vez sus cartas, las cuales guardaba como un tesoro.
Regresó a París, en busca desesperada de su amada. Hizo preguntas por ella en todos los rincones que solían frecuentar, sin obtener respuesta alguna. Pensó que tal vez ella había fallecido o, lo que era aún peor, lo había olvidado. Sin embargo, no se rindió y continuó su búsqueda con la esperanza de encontrarla.
Un día, la divisó en el mismo lugar donde se habían encontrado por primera vez, dedicada a su arte, con una sonrisa triste en los labios. Se acercó a ella con el corazón latiendo aceleradamente. Eloise alzó la mirada y lo reconoció. Quedaron mirándose, sin poder creerlo.
François pronunció su nombre y le extendió los brazos. Ella se levantó y corrió hacia él. Se abrazaron y se besaron, entre lágrimas y felicidad. Se contaron cuánto se habían extrañado y sufrido. Finalmente, ella le confesó que se había casado con otro hombre, al que le debía fidelidad y respeto, y no podía abandonarlo porque se encontraba gravemente enfermo y dependía completamente de ella. Le relató también las dificultades económicas por las que atravesaba su familia, y cómo aquel hombre le había brindado una oportunidad para salir de la miseria.
Con lágrimas en los ojos, él comprendió la situación y se conformaron con verse todos los días en el Trocadero. Mientras él acariciaba las cuerdas de su violín con maestría, ella plasmaba su arte en lienzos con pasión. Intercambiaban miradas cómplices, compartían risas y al despedirse, buscaban un rincón apartado donde se besaban con la misma intensidad que en tiempos pasados, antes de que la maldita guerra los separara. Así transcurrieron varios años, donde el tiempo parecía detenerse y nada cambiaba, hasta que un día, el hacendado falleció.
Ahora Eloise quedaba viuda, libre y con una fortuna a su favor. François, pensaba que, finalmente, podrían ser felices y formalizar su amor en matrimonio. Sin embargo, para su sorpresa, ella, inexplicablemente, no quiso, argumentando que ya era tarde para ellos, que se había acostumbrado a
vivir de esa manera y que no deseaba cambiar su nueva forma de afrontar la vida. Alegaba estar cansada de sufrir.
Él no podía entenderlo. Se sentía traicionado, engañado y herido. Le reprochó su cobardía, egoísmo y frialdad por haberle dado esperanzas durante tantos años. Tras confesarle su odio, se dio la vuelta y se marchó.
No pasó mucho tiempo antes de que Eloise se diera cuenta del grave error que había cometido, pues aún lo amaba y lo necesitaba en su vida. Todos los días regresaba al Trocadero, pintando con lágrimas en los ojos, esperando verlo aparecer, para suplicarle perdón y recibir su amor nuevamente. Sin embargo, él nunca regresó.