El regalo soñado

Pedro llevaba despierto desde altas horas de la madrugada. Sus ojos, como dos faros en la noche, escudriñaban la oscuridad en busca del más mínimo indicio: un leve crujido, un susurro furtivo, la sombra fugaz de que Sus Majestades ya habían llegado a su casa.

Dolores, su madre, antes de rendirse al sueño, se asomó a la habitación donde dormía y, con voz suave y serena, le dijo:

Recuerda, hijo mío, los Reyes Magos son sabios. Saben si los niños duermen o no, y si están despiertos, no entrarán a dejar regalos.

Aquellas palabras, en vez de calmarlo, encendieron una hoguera de ansiedad en su pecho. Se revolvía en la cama, como un náufrago en la tormenta, luchando contra el sueño que lo amenazaba. Cada minuto era una agonía, una eternidad que se extendía ante él como un desierto interminable. Se había jurado a sí mismo que este año vería sus rostros. Fingiría estar profundamente dormido, para así poder contemplar, aunque solo fuera por un instante, a los Reyes Magos. Era el sueño de su vida, un anhelo que superaba con creces cualquier regalo material. Finalmente, el sueño lo venció.

El aroma a chocolate y jeringos, típico del día de Reyes, lo sacó de su letargo. Los primeros rayos de sol se colaban por la ventana, bañando la habitación en una luz dorada. Un fogonazo de rabia lo recorrió al recordar su desvelo fallido. ¡Otro año sin verlos!

Sin embargo, la ira se disipó en un instante, reemplazada por un cosquilleo de emoción que lo impulsó hacia la sala de estar. Allí, junto a la chimenea, le esperaba una caja cuadrada envuelta en papel brillante y coronada por un lazo rojo.

Con manos temblorosas, deshizo el lazo liberando la tapa. En su interior, descansaba un balón de cuero reglamentario, como los que usaban sus ídolos del Real Betis Balompié. La emoción se apoderó de él, un torrente de lágrimas, fiel reflejo de la alegría que sentía, brotó de sus ojos.

Pedro no daba crédito a sus ojos. Aquel regalo era un sueño hecho realidad. Sus amigos del barrio solo tenían pelotas desgastadas y remendadas con cinta adhesiva. Su nuevo balón era una obra de arte, con costuras perfectas y un aroma a cuero que lo embriagaba.

Sin perder tiempo, salió corriendo a la calle. Al llegar al descampado, donde solía jugar con sus amigos, se encontró con un grupo de chavales que pateaban una pelota de trapo. Sus ojos se abrieron como platos al ver el reluciente balón que sostenía Pedro con orgullo.

¡Guau, qué pelota! ¿De dónde la has sacado? —preguntó Carlos, uno de sus amigos más cercanos.

¡Me la han traído los Reyes Magos! —respondió con una sonrisa radiante. Y es reglamentaria —apostilló.

La noticia corrió como la pólvora por el barrio. En cuestión de minutos, más de 30 niños se habían reunido a su alrededor, todos ansiosos por ver y tocar el nuevo balón. La expectación era tal que incluso algunos adultos se acercaron a curiosear.

Organizar un partido era inevitable. Pedro, como dueño del preciado balón, tenía el privilegio de elegir a los jugadores de ambos equipos. La tarea no fue fácil, ya que todos querían jugar con la pelota nueva. Tras una ardua deliberación se decidió que jugaran todos, formando dos equipos de veinte jugadores cada uno.

El jolgorio reinaba en el campo de juego al dar comienzo el partido. Los niños, con la algarabía propia de la infancia, correteaban, chillaban y pateaban el balón con ímpetu. Regates, fintas y disparos a puerta se sucedían con diversa fortuna, pero la esencia del juego se encontraba más allá del resultado.

El marcador subía sin parar. Los goles se sucedían uno tras otro, en una vorágine de emoción y alegría. La pelota volaba por el aire, dibujando parábolas imposibles. El polvo del descampado se levantaba con cada patada, creando una atmósfera de batalla campal.

Las horas transcurrían sin que nadie se percatara del tiempo. El marcador reflejaba un contundente 12 a 4 en contra del equipo de Pedro, pero en el no se apreciaba el menor indicio de fatiga. Su pasión por el fútbol era inagotable.

De pronto, un sonido inesperado irrumpió en la escena. Una voz femenina resonó en la lejanía: —¡Pedroooo!, ¡a comer!»—. La amenaza era clara: si no regresaba inmediatamente por su propio pie, sería arrastrado de las orejas y se quedaría sin balón durante todo el año.

De repente, Pedro se detuvo en seco, con el balón en los pies. Se dirigió a sus compañeros y, con una sonrisa traviesa en el rostro, les dijo:

¡Se acabó el partido!

Un murmullo de sorpresa recorrió el grupo. Algunos protestaron, otros se rieron con ironía, pero en el fondo todos comprendían la razón. La situación era similar para todos, con sus propias madres como protagonistas de órdenes parecidas.

Quedamos a las cuatro para continuar el partido —dijo Pedro.

Todos comieron de prisa, devorando la comida a la velocidad del rayo. Ni un minuto después de la hora fijada, ya estaban listos para volver al campo, ansiosos por continuar la batalla futbolística, desoyendo las advertencias maternas de que no corrieran mucho para evitar la indigestión y el temido «corte».

El partido finalizó al caer la tarde con un marcador de 20 a 11, una victoria aplastante para el equipo contrario. Pero más allá del resultado, lo que importaba era la alegría compartida por jugar con un balón de verdad, un sueño hecho realidad para un grupo

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