En la residencia Los Girasoles habitaba Anselmo desde hacía más de dos décadas. Su mirada perdida y su voz apenas audible revelaban un pasado fragmentado por el delirio, un pasado que se aferraba a recuperar a través de un mantra insistente: «Mis fotos, mis fotos». El personal se había acostumbrado a su súplica, algunos con compasión, otros con indiferencia.
Elena, una joven auxiliar con ojos color miel y una sonrisa cálida, sentía una profunda empatía por Anselmo. Su corazón se encogía al escucharlo implorar por las fotos, como si en ellas se escondiese la llave para descifrar su pasado y aliviar su presente. Intrigada por la insistencia del anciano, Elena se propuso descifrar el enigma que envolvía su petición.
Las semanas siguientes se convirtieron en una búsqueda incansable. Elena revisó cada rincón de la habitación de Anselmo, interrogó a los residentes y personal antiguo, pero las fotos se habían esfumado como un suspiro en el tiempo. La frustración se apoderó de ella, pero su determinación no menguó.
Un día, un empleado de mantenimiento, con una sonrisa ladeada y ojos cansados por el paso del tiempo, mencionó:
—¿Has mirado en el almacén del ala sur?
Explicó que, con motivo de unas reformas, habían reubicado a los residentes y sus pertenencias fueron trasladadas a dicho almacén.
—Anselmo no está muy bien de la cabeza, es posible que no controlara la devolución de todo lo que le retiraron y parte de sus cosas quedaran allí.
Elena, con una mezcla de esperanza y duda, solicitó permiso a la dirección del centro para rebuscar en el almacén. Al entrar, se vio envuelta en un mar de trastos y documentos sin orden, acumulados en el suelo y en estanterías desvencijadas.
Sin embargo, no se amilanó. Día tras día, después de su jornada laboral, escudriñaba en el trastero cualquier cosa que pudiera estar relacionada con el anciano. Finalmente, tras semanas de búsqueda infructuosa, encontró una caja con la inscripción «Habitación 213», que correspondía a la de Anselmo.
Dentro de ella, yacían recuerdos dormidos: ropa vieja, algunos libros polvorientos y una lata metálica de galletas. Al abrirla, un torrente de emociones la invadió al descubrir las fotos que tanto anhelaba Anselmo. Eran instantáneas Polaroid, desgastadas por el paso del tiempo, que mostraban al anciano junto a una mujer radiante, ambos jóvenes y sonrientes, disfrutando de la vida en familia. En otras, aparecía un niño travieso y lleno de alegría, jugando en el parque o abrazado a sus padres.
Al entregarle las fotos a Anselmo, sus ojos se encendieron con una chispa de esperanza. Tomó las fotografías entre sus manos temblorosas y las recorrió una a una, acariciándolas con ternura. Sin embargo, un gesto enigmático desconcertó a Elena. Ella esperaba verlo rebosante de alegría, pero su rostro conservaba una expresión impasible. Tras contemplarlas todas, las guardó de nuevo en la lata, cerró la tapa y, con una voz apenas perceptible, repitió su súplica: «Mis fotos, mis fotos».
Elena, confundida y frustrada, no podía comprender la reacción de Anselmo. ¿Acaso estas no eran las fotos que tanto anhelaba? Decidida a llegar al fondo del asunto, continuó su búsqueda, convencida de que las fotos que tanto deseaba el anciano eran la llave para desbloquear sus recuerdos y darle un poco de paz a su corazón.
Las semanas se convirtieron en meses, y Elena no cejó en su empeño.
El 11 de marzo decidió asistir con una amigas al acto en homenaje a las víctimas del atentado perpetrado eso mismo día del 2004, donde fallecieron 192 personas y alrededor de dos mil resultaron heridas. Al finalizar, visitó el monumento a las víctimas, donde se encontraban inscritos los nombres de todos los que perdieron la vida. De repente, un escalofrío recorrió su cuerpo al ver dos nombres grabados en el mármol: «Violeta Cabello Miranda» y «Miguel Zunzunegui Cabello».
Un recuerdo fugaz la golpeó: recortes de prensa sobre el atentado encontrados entre las pertenencias de Anselmo. Motivada por esta conexión, regresó apresuradamente a la residencia. Al revisar los recortes, uno de ellos llamó su atención: un artículo de un periódico que describía a las víctimas del pueblo y sus circunstancias.
La familia Zunzunegui Cabello acaparaba especial atención. En el atentado, la madre y el único hijo que tenían murieron cuando se dirigían a ver al padre y esposo ingresado en una residencia de la sierra madrileña con motivo de celebrar su cumpleaños. Un nudo se formó en la garganta de Elena. ¿Podría ser este el vínculo que faltaba?
Impulsada por una mezcla de intuición y esperanza, Elena se dirigió a los Juzgados de la Plaza de Castilla donde se había enterado que se encontraban las pertenencias que no habían sido reclamadas por los familiares o era desconocidas. Allí, tras obtener la autorización correspondiente, un funcionario la acompañó hasta los sótanos del edificio, donde se encontraban multitud de cajas numeradas.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba la víctima? —preguntó el agente judicial, con una mirada seria y un tono grave.
—Miguel Zunzunegui Cabello —respondió Elena con voz firme, su corazón palpitando con fuerza.
Tras comprobar un libro de registro polvoriento, el agente se dirigió hacia una de las cajas. La abrió con cuidado, revelando un contenido devastador: ropa y objetos personales totalmente destrozados por las explosiones. Debajo de ellos, un álbum de fotos yacía parcialmente dañado, con una dedicatoria en la primera hoja:
“Feliz cumpleaños, que este álbum te sirva para estar siempre muy cerca de nosotros”
Con cariño, tu esposa e hijo.
Las lágrimas brotaron en los ojos de Elena mientras acariciaba la cubierta ajada del álbum. Con manos temblorosas, lo abrió con delicadeza y sus ojos se posaron en las fotografías, algunas marcadas por el polvo y la tragedia. En ellas, Anselmo, joven y lleno de vida, sonreía junto a su esposa Violeta y su hijo Miguel, un niño travieso con ojos vivaces. La familia reía a carcajadas en picnics, celebraban cumpleaños con alegría contagiosa y disfrutaban de momentos cotidianos llenos de amor.
Al entregarle el álbum a Anselmo, un torrente de emociones se apoderó de él. Lágrimas surcaron sus mejillas curtidas por el tiempo mientras una sonrisa temblorosa se dibujaba en sus labios. Con manos temblorosas, acarició las imágenes que guardaban sus recuerdos más preciados. Sus ojos, antes perdidos en la bruma del delirio, ahora brillaban con una luz tenue pero esperanzadora.
A partir de ese momento, las palabras «Mis fotos» se desvanecieron de sus labios. El silencio se convirtió en su elocuente expresión, un homenaje silencioso a las imágenes que guardaban su historia, a la familia que tanto amaba y a la vida que había compartido con ellos. El álbum se convirtió en su refugio, un bálsamo para su alma herida, un puente que lo conectaba con su pasado y le brindaba paz interior.