Mariña se afanaba en la preparación de la cena, cuando un destello metálico en el zaguán de la casa atrajo su atención. Al correr la cortina de la ventana, descubrió que provenía de una bicicleta. Con un gesto de resignación, asumió que era cosa de su hijo Xabier.
De repente recordó episodios pasados de discusiones con su hijo en aquella misma cocina. Y como cada vez que pasaba, le invadió el mismo temblor en sus manos mientras preparaba la cena, seguido del sofoco que ella, autoengañándose, atribuía al calor y el humo que subían de la sartén. Abrió la ventana, pero ni, aun así, lograba una toma de aire satisfactoria.
Terminó de freír los boquerones y sardinas y se desesperó porque, como todos los días, el único que se encontraba a las nueve de la noche, la hora de cenar desde siempre, era Daniel, su hijo pequeño. Pasadas las diez de la noche oyó el inconfundible ruido de las pisadas en la escalera del edificio. Mariña no pudo evitar pensar en su costumbre de subir corriendo y se preparó mentalmente para abordar el asunto.
Xabier entró en la cocina, un joven de diecinueve años, imponente en estatura, con melena larga que llegaba hasta los hombros y adornado con pendientes y tatuajes que ella consideraba horrorosos. Xabier, que antes era un niño sano y comilón, había crecido hasta convertirse en un joven alto y fornido que destacaba por encima de los demás miembros de la familia, excepto su hermano Daniel, quien, a pesar de su altura, poseía una naturaleza distinta, más delgada y frágil, con un intelecto que su padre elogiaba como superior.
Con cejas fruncidas, Mariña no permitió que su hijo se acercara para darle un beso.
—¿De dónde vienes? —inquirió, aunque sabía la respuesta. Había seguido en la televisión la persecución de las narcolanchas por la guardia civil en la ría de Arousa.
Desde entonces, había imaginado a Xabier con la ropa empapada, detenido en un calabozo o ingresado en el hospital. Sin embargo, él respondió con evasivas, como era su costumbre. Sacarle las palabras era como extraerlas con sacacorchos. Ante su silencio, Mariña decidió hablar.
—¿No serás por casualidad uno de los que milagrosamente escaparon de la guardia civil? Te lo advierto, no traigas problemas a casa.
Xabier explotó gritando.
—Pikoletos de mierda, explotación del pueblo gallego, no nos dejan otra salida.
Su madre se apresuró a cerrar la ventana para evitar que todo el pueblo escuchara la discusión, mientras su hijo se le encaraba cada vez más violento. Preparada para defenderse, agarró el mango de la sartén, aunque se contuvo al recordar el aceite caliente.
Mientras tanto, su esposo Modesto seguía ausente. Como todos los días estaría en el bar de la Cofradía de Pescadores, disfrutando de ribeiro barato y jugando al subastado, derrochando el dinero que su hijo le daba.
Mariña se sentía abandonada, enfrentándose a su hijo enojado que le reprochaba que solo él aportaba dinero desde que su padre abandonó la pesca. Que lo que hacía era por culpa de la explotación del pueblo por parte de los de siempre.
La agresividad fue en aumento haciéndole temer lo peor. A pesar de ser su hijo, su propio hijo al que había dado a luz y criado, ahora le gritaba de una manera inaceptable para una madre.
Salió apresuradamente de la cocina con los ojos entrecerrados y los labios temblorosos, dirigiéndose rápidamente a la habitación de Daniel, quien se encontraba concentrado en sus libros y cuadernos. Le pidió que fuera a buscar a su padre, por lo que el joven de dieciséis años salió rápidamente hacia el bar de la Cofradía.
Modesto regresó a casa, visiblemente molesto por la partida interrumpida.
—¿Qué le has hecho a tu madre? —le reprochó, mirándolo desde abajo debido a la diferencia de estatura.
La tensión creció entre ambos. Xabier, enojado, zarandeó a su padre, algo que nunca había ocurrido. A pesar de la falta de violencia física en su relación, Modesto solía evadir los conflictos y refugiarse en el bar cuando surgían desavenencias. La responsabilidad de la educación de los hijos, las enfermedades y las finanzas recaían en Mariña, debido a la sus largos periodos en alta mar.
Ante la sacudida, la boina de Modesto salió despedida y aterrizó en la silla, como si le ordenaran sentarse. Abatido y desorientado, retrocedió, perdiendo su autoridad en la familia en un instante. Desconcertado, Modesto dejó la cocina con la cabeza gacha y se retiró al dormitorio sin despedirse.
Unos días después, Xabier empacó sus cosas y se marchó. Mariña lo observó desde la ventana mientras se alejaba en un lujoso Mercedes plateado y desaparecía a lo lejos.
En la cocina, dejó una nota: «La bicicleta es para Daniel, por su cumpleaños.» Sin firma, en una hoja arrancada de un cuaderno de su hermano. Sin besos, sin explicaciones sobre su paradero, sin despedida.
Al regresar del instituto, Daniel entró a la cocina y saludó a su madre con dos besos.
—La bicicleta que hay en el zaguán es para ti, regalo tu hermano.
—Madre, sabes de dónde proviene el dinero para comprarla. No quiero nada vinculado a la droga —respondió Daniel con firmeza.
Su madre, con tristeza, guardó silencio mientras trajinaba en la cocina.
La bicicleta permaneció aparcada en la entrada, en el mismo lugar donde Xabier la dejó, hasta el cumpleaños de Daniel.
Ese día se levantó temprano y anunció a su madre que iba a dar un paseo a los acantilados.
Desde la ventana de la cocina, Mariña observó a su hijo alejarse con la bicicleta.
Horas más tarde, regresó sin ella. Nadie preguntó por la bicicleta.