Candela preparaba el café con la esperanza de que le devolviera algo de vitalidad después de otra noche en vela. Habían pasado seis largos meses y cuatro días desde que Paquito falleció en aquel trágico accidente que sacudió sus vidas. El autobús del Colegio, Corazón de María, se salió en una curva mientras llevaba a los alumnos al campamento de verano, dejando un doloroso vacío tras la pérdida de Paquito y otros doce niños.
Rememoraba con nitidez aquel fatídico día en que, junto a Modesto, su esposo, y Críspulo, su padre, acompañaron a su único hijo a la puerta del colegio, temprano por la mañana, para abordar el autobús. Paquito, un niño enérgico y activo, había sido diagnosticado como hiperactivo por psicólogos, aunque sus padres restaban importancia a la etiqueta y su abuelo la consideraba una tontería. Siempre se levantaba de un salto, sin necesidad de recordatorios, sin protestas ni demoras. Sin embargo, aquel día mostraba una inusual apatía que sorprendió a Críspulo, quien solía acompañarlo al colegio y le preguntó antes de partir:
—¿Qué sucede, Paquito? ¿No quieres ir al campamento?
—¿Cómo no va a querer? —respondió Candela sin dar oportunidad a su hijo de expresarse, al tiempo que le palpaba la frente en busca de signos de fiebre.
Durante todo el trayecto, Paquito permaneció cabizbajo, como si presintiera la tragedia que le aguardaba. Al subir al autobús, su despedida fue sutil, moviendo la mano con lentitud pero sin apartar la mirada de su madre.
—A este niño le sucede algo extraño —sentenció el padre.
—No le sucede nada, es simplemente la emoción de ir por primera vez a un campamento. Nunca ha estado lejos de casa y le preocupa estar quince días sin vernos —afirmó Candela.
Pocas horas después recibió una llamada del director del colegio.
—Candela, por favor, acérquese con Modesto al colegio. Ha ocurrido algo grave.
—¿Qué sucede? ¿Está bien mi Paquito? —preguntó Candela angustiada.
—Será mejor que te lo explique aquí. He contactado a todos los padres de los alumnos que fueron al campamento —respondió el director.
—¿Pero qué ha pasado? Dímelo de una vez» —exigió Candela, visiblemente agitada.
—Hubo un accidente. El autobús se salió de la carretera. Hay heridos, pero no tenemos más detalles. Vengan urgentemente para coordinar cómo podemos llegar hasta allí.
Candela soltó el teléfono, que quedó colgando del cable, y salió corriendo con el delantal puesto y las zapatillas de estar por casa. Al cerrar la puerta, se topó con su padre, quien traía la barra de pan como cada día. Le contó lo sucedido y juntos se apresuraron hacia el colegio. Al bajar a la calle, entró brevemente en el bar El Paseo y le pidió al camarero que llamara a su marido, quien se había marchado a trabajar a la fábrica justo después de despedir al niño.
En el patio del colegio, el director intentaba mantener la calma, ya que solo tenían la información de que el autobús se había salido de la carretera y volcado, sin conocer el estado de los treinta y cinco niños a bordo. De repente, un padre con un auricular gritó que la radio estaba informando sobre el accidente, mencionando varios niños fallecidos y numerosos heridos. Esta noticia provocó un caos, con la mayoría de las madres llorando desconsoladamente. Ante la situación, el director propuso que todos los familiares se dirigieran en un autobús hacia el lugar del accidente, que partiría en una hora.
Críspulo le dijo a su hija:
— Vámonos, nos iremos en mi coche. No soporto la idea de un viaje rodeado de personas llorando, sin cesar, sin saber realmente lo que ha ocurrido.
Recogieron a Modesto, quien acababa de llegar a casa, y se dirigieron al hospital de Arenas de San Pedro, donde habían trasladado a los heridos y donde se había establecido la morgue. En total, trece niños perdieron la vida en el trágico incidente.
Dos días después, se llevó a cabo un funeral colectivo en la iglesia de la Asunción. Los trece ataúdes blancos dispuestos junto al altar y la iglesia repleta crearon una atmósfera sombría que cortaba la respiración. Posteriormente, fueron enterrados en un lugar especial del cementerio, que a partir de entonces permaneció abierto las 24 horas para facilitar el acceso a los familiares en duelo.
Críspulo continuó con su rutina diaria. A las ocho y media llevaba el pan a su hija y esperaba, como si nada hubiera pasado, los minutos que su nieto solía tardar en desayunar, antes de dirigirse caminando hacia el colegio. En silencio, las personas con las que se cruzaba lo veían murmurando como si estuviera hablando con su nieto. Una vez en el colegio, observaba la entrada de los niños y luego se dirigía al cementerio, donde pasaba la mañana frente a la tumba de Paquito. Le contaba todo lo que ocurría en el pueblo, le daba consejos sobre sus estudios, le recomendaba acostarse temprano y dejar de leer ciertos cuentos que tanto le gustaban porque le quitaban el sueño.
Al principio, Candela le instaba a aceptar la muerte de su nieto, pero Críspulo no respondía, finalmente desistió de seguir insistiendo. Un día, mientras visitaba la tumba de Paquito, como de costumbre, se sintió más cansado de lo habitual y decidió sentarse en un banco apoyando la espalda sobre en un árbol. Horas más tarde, lo encontraron fallecido, con una sonrisa en el rostro y una nota entre sus manos que decía: «¡Por fin nos encontramos, Paquito!“