Nunca pude contarle lo que pasó aquel verano. Un verano que marcó un antes y un después en nuestras vidas.
Desde este acantilado, con el viento que acaricia mi rostro, observo el mar, ese mar profundo y vasto que parece guardar secretos insondables. Los recuerdos me envuelven con la fuerza de las olas, golpeando con insistencia. Me pregunto, a veces, si hablar habría cambiado algo. Pero con el tiempo entendí que algunas verdades solo arrastran más dolor. El silencio se convirtió en mi refugio, y aprendí a vivir con él, incluso si eso implicaba renunciar al amor.
Cuando Tomás apareció en mi vida, buscaba algo diferente, algo que me alejase de las sombras que me perseguían. Había en su mirada una mezcla de curiosidad y ternura, como si creyera que, de alguna forma, podría desvelar los misterios que guardaba en mi interior. Me aferré a esa ilusión por un tiempo, a la esperanza de que él pudiera ser la clave. Sin embargo, sabía que jamás podría contarle lo que ocurrió.
Desde el primer momento, Tomás percibió los rumores. En un lugar tan pequeño, los secretos se expanden con rapidez, y la desaparición de mi padre era un tema del que pocos se atrevían a hablar, aunque todos lo conocían. Algunos decían que había huido, otros que el mar lo había reclamado. La mayoría sospechaban que ninguna de esas versiones era cierta, pero nadie preguntaba. Nadie, salvo Tomás.
Una tarde, mientras paseábamos por la orilla, me enfrentó con una pregunta directa:
—Eloísa, ¿qué sucedió con tu padre?
Sus palabras eran suaves, pero había una firmeza en su tono que me hizo dudar. Lo miré, deseando poder confiar en él, anhelando por un instante liberarme de ese peso. Pero el miedo me ganó. ¿Cómo explicarle que mi padre no era el hombre que todos creían? Que durante años había convertido nuestra casa en un lugar de tormento, y que tanto mi madre como yo habíamos sido víctimas de su violencia. ¿Cómo admitir que esa noche de verano, cuando regresó borracho y fuera de control, algo dentro de mí se quebró definitivamente?
Desvié la mirada, incapaz de enfrentar sus ojos.
—No puedo hablar de eso —murmuré al final.
Pude ver la decepción reflejada en su rostro, aunque intentó ocultarla. En ese momento supe que lo perdería, que la distancia entre nosotros se iría agrandando. Sin la confianza para compartir mi verdad, el amor no podía sobrevivir. Pero había cosas que simplemente no podían ser dichas, no sin destruirlo todo.
El verano continuó su curso, y con cada día, Tomás se alejaba más. Seguía buscando respuestas, pero yo me mantenía firme en mi decisión de guardar silencio. A veces me preguntaba si no era cruel al permitirle quedarse cerca, sabiendo que nunca podría darle lo que buscaba. Pero cada vez que intentaba abrirme, el miedo me paralizaba. Confesar la verdad significaba revivirla, y yo no estaba lista para cargar con ese dolor una vez más.
Recuerdo con claridad la última vez que Tomás me lo preguntó. Era de noche, estábamos en la playa, y el sonido de las olas era lo único que rompía el silencio.
—¿Qué ocurrió, Eloísa? —insistió, con una mezcla de desesperación y determinación—. Necesito saberlo.
Sentí cómo el aire se volvía denso, pesado. Lo miré, queriendo confiar en él, sin embargo, las palabras no llegaron. ¿Cómo podría decirle que aquella noche, cuando escuché a mi padre regresar, tomé la decisión de acabar con su reinado de terror? Mi madre había soportado demasiado, y yo también. Era tiempo de ponerle fin. Pero esa verdad era demasiado oscura, incluso para Tomás.
—El mar guarda secretos —le respondí finalmente—, y algunas cosas es mejor dejarlas ahí.
No hubo más preguntas después de esa noche. El verano llegó a su fin, y con él, Tomás se fue, sin despedirse. Sabía que no volvería. Lo vi en sus ojos, en la forma en que aceptó que nunca lograría ganarse mi confianza. Sin ella, el amor simplemente no podía florecer.
Ahora, desde este acantilado, mientras el mar sigue su danza incesante, siento una mezcla de tristeza y resignación. A veces me pregunto si todo habría sido distinto si le hubiera contado la verdad. Pero en el fondo sé que no habría cambiado nada. Tomás buscaba algo que yo no podía ofrecerle, y cargarlo con el peso de mi historia habría sido demasiado cruel.
El viento continúa soplando, y el mar sigue siendo el guardián de mis secretos. He renunciado al amor, y lo acepto. El silencio me protegió, y ahora es mi único compañero. A veces, la verdadera paz no está en las palabras, sino en lo que elegimos no decir. Y algunas historias, como la mía, están destinadas a permanecer ocultas en las profundidades, lejos de la luz.