TÍTULO: El peso del mundo
No sé cuántos días llevamos así. Perdí la cuenta de todas las veces que les digo a Andrés y a Luca que «papá está dormido» o que «mamá volverá pronto». Lo repito como si, al decirlo, pudiera hacer que fuera cierto. Quizás así sería más fácil soportar el vacío, y ahora, ese olor que cada día se hace más fuerte y no nos deja en paz.
Andrés me sigue en todo, observando con esos ojos grandes, como si entendiera algo que no le he dicho. Nunca pregunta demasiado; solo asiente, esperando que yo sepa qué hacer. A Luca ni siquiera le cuento nada. Es solo un bebé y no entiende que mamá no está o que papá lleva días en esa cama, quieto. Pero ni yo mismo sé qué hacer con el olor que viene de la habitación de papá.
—¿Huele mal, Dani? —me pregunta Andrés, frunciendo la nariz y tapándose con una mano.
—No es nada. Papá… está enfermo, y eso es todo. Pero no te preocupes —le digo, intentando sonar tranquilo, aunque me siento cada vez más desesperado.
El olor se cuela por cada rincón de la casa, como si nada pudiera detenerlo. A veces, escucho murmullos al otro lado de la puerta, y me asomo por la ventana para ver a los vecinos susurrando entre ellos, con miradas de sospecha y preocupación. Esta mañana, alguien llamó a la puerta.
—¿Está todo bien? —preguntó una vecina. Parecía amable, pero sus ojos no paraban de mirar hacia el pasillo.
Me obligué a sonreír.
—Sí, sí… mi papá está en cama. Está muy cansado, ya sabe, y mamá fue a comprar medicinas.
La vecina no se fue del todo convencida, pero finalmente se alejó.
A medida que el olor empeora, Andrés y yo buscamos cualquier cosa para taparlo. Primero probamos con las colonias de mamá. Rociamos cada rincón de la casa. Luego intentamos con detergente y hasta con las velas de olor que mamá guardaba para «ocasiones especiales». Al principio parecía funcionar, pero el hedor siempre volvía, aún más fuerte, como si nada pudiera esconderlo.
Andrés empieza a llorar por las noches, asustado, y yo intento calmarlo, abrazándolo y diciéndole que mamá y papá estarán bien. Él me mira con ojos llenos de dudas, pero no pregunta más.
Una tarde, cuando el olor se hace tan fuerte que ni siquiera podemos acercarnos a la habitación de papá, decido que tenemos que hacer algo.
—Vamos a envolver a papá, Andrés —le digo, tratando de no sonar asustado—. Solo para que el olor no moleste, ¿vale? Es como un juego. Tenemos que envolverlo como si fuera un regalo.
Andrés me mira, sin entender del todo, pero asiente. Le traigo una bolsa de plástico y algunas mantas viejas. Al principio, tiembla, pero yo le tomo la mano.
—Es solo papá. Papá, es de goma, ¿recuerdas? —le susurro.
Lentamente, envolvemos el cuerpo de papá en las bolsas y lo cubrimos con las mantas. Mientras trabajamos, siento el olor amortiguarse un poco, como si finalmente, por un momento, lográramos controlar aquello que no dejaba de recordarnos que estábamos solos.
Cuando terminamos, Andrés se sienta a mi lado, y yo paso un brazo por sus hombros. Miramos a Luca, que duerme tranquilo.
—Ya está, Andrés. Papá está en paz, y mamá volverá pronto. Todo estará bien.
Pero en mi interior sé que el tiempo se nos agota.
Finalmente, una mañana, escuchamos golpes fuertes en la puerta. Alguien la aporrea con insistencia, hasta que la madera cede. Andrés me agarra la mano, asustado, y yo lo protejo, aunque yo también tiemblo.
La puerta se abre de golpe, y un grupo de personas entra. Hay hombres vestidos de azul y otros con batas blancas, que parecen médicos y policías. Todo pasa rápido. Algunos se dirigen a la habitación de papá y desaparecen detrás de la puerta. Yo me quedo quieto, abrazando a Andrés, mientras Luca llora en el colchón.
—Todo estará bien, Andrés —le susurro, aunque no sé si es verdad.
Una mujer con una voz suave y cálida se acerca y se agacha frente a nosotros. Su sonrisa es dulce, casi triste. Nos acaricia la cabeza y nos dice palabras que apenas escucho.
—No se preocupen, pequeños. Vamos a llevarlos a un lugar especial, ¿de acuerdo? —nos dice, como si quisiera que sintiéramos que todo esto es un sueño.
Yo asiento, porque no tengo fuerzas para hacer otra cosa.
Poco después, vemos cómo los hombres meten a papá en una caja grande. No entiendo bien lo que está pasando, pero siento que algo se ha roto definitivamente. La mujer sigue hablándonos con esa voz suave, diciendo que estaremos bien, que habrá alguien para cuidarnos.
Y aunque quiero creerle, una parte de mí sabe que nada volverá a ser como antes.