Bajando hacia la libertad

TÍTULO: Bajando a la libertad

La luz del amanecer se filtraba tímidamente por la puerta entreabierta del edificio abandonado, lanzando haces dorados que iluminaban las partículas de polvo en el aire. Los escalones de madera, gastados por el tiempo y cubiertos de una fina capa de suciedad, reflejaban ese brillo tenue. Desde la penumbra del piso superior, dos pequeñas siluetas emergían con cautela. Vega, una niña de cinco años con ojos llenos de curiosidad, avanzaba primero, aferrándose al pasamanos desgastado. Detrás de ella, Luna, su hermana de tres años, abrazaba con fuerza un osito de peluche deshilachado, su compañero inseparable.

Las paredes del edificio, cubiertas de grietas y desconchones, parecían susurrar historias de abandono y olvido. El edificio, que alguna vez albergó vida y risas, yacía ahora sumido en un silencio profundo, interrumpido solo por el crujir de los pasos diminutos y el susurro del viento que se colaba por la puerta.

Vega y Luna estaban acostumbradas a este entorno desolado. Sus padres las dejaban encerradas en el piso durante el día, mientras vagaban por las calles, trapicheando drogas para conseguir algo de dinero y satisfacer sus propias adicciones. Cuando regresaban, a veces les daban algo de comer, pero pronto se sumían en un estado ausente, perdidos entre el alcohol y las sustancias que consumían. Las niñas habían aprendido a valerse por sí mismas, creando juegos con objetos encontrados y viviendo en un universo propio, aislado de la realidad que los rodeaba.

Las noches eran especialmente largas. Vega solía despertarse con el sonido de botellas que caían o murmullos incoherentes que provenían de la habitación de sus padres. En ocasiones, los veía tambalearse por el pasillo como sombras borrosas con miradas vacías. Luna, asustada, se acurrucaba a su lado, y juntas esperaban a que el silencio volviera a envolverlos.

Aquella mañana, sin embargo, algo diferente sucedió. Vega abrió los ojos al sentir un rayo de luz que se posaba directamente en su rostro. Se incorporó lentamente, frotándose los ojos, y notó que la puerta del apartamento estaba entreabierta. Una corriente de aire fresco se filtraba por el hueco, trayendo consigo olores desconocidos.

Intrigado, se acercó sigilosamente a la puerta y asomó la cabeza. El pasillo oscuro se extendía ante él, pero al final podía distinguir una claridad que no había visto antes. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de emoción y temor. Volvió al colchón donde Luna aún dormía con su osito apretado contra el pecho.

—Luna, despierta —susurró suavemente, tocando su hombro—. Hay algo que quiero mostrarte.

Ella abrió los ojos lentamente, parpadeando para adaptarse a la luz tenue que entraba por la ventana rota.

—¿Qué pasa, Vega? —preguntó con voz adormilada.

—La puerta está abierta. Podemos salir y ver qué hay afuera.

Luna se incorporó, sorprendida. Nunca habían salido del apartamento sin sus padres. Una mezcla de miedo y curiosidad brilló en sus ojos.

—¿Y mamá y papá? —inquirió, mirando hacia la habitación donde sus padres dormían.

Vega dudó un momento. Sabía que no debían molestarlos cuando estaban en ese estado.

—Están durmiendo. No se enterarán. Solo será un momento.

Ella asintió lentamente. La perspectiva de explorar más allá de las paredes que los contenían era demasiado tentadora. Se puso de pie y siguió a su hermana hacia la puerta.

Comenzaron a descender las escaleras con cuidado. Cada peldaño emitía un crujido bajo sus pies descalzos. El pasamanos estaba frío al tacto, y las sombras parecían moverse a su alrededor. Vega iba delante, proporcionando una sensación de seguridad.

A medida que bajaban, los sonidos del exterior se hacían más evidentes: el trino de los pájaros, el murmullo lejano del tráfico, una risa infantil que resonaba en la calle. Eran sonidos que rara vez escuchaban desde el encierro del apartamento.

De repente, una voz resonó desde arriba, áspera y distorsionada.

—¡Niñas! ¿Dónde estáis? —era su madre, su tono mezclado con irritación y confusión.

Las hermanas se detuvieron en seco, el miedo paralizándolos. Podían escuchar sus pasos tambaleantes acercándose al pasillo.

—Déjalas —gruñó su padre desde la habitación—. Estarán jugando en la cocina.

Hubo un silencio tenso, seguido por el sonido de la puerta, cerrándose de golpe. Las niñas intercambiaron miradas; sabían que tenían que aprovechar el momento.

—Vamos —susurró Vega, tomando la mano de Luna—. Antes de que cambien de opinión.

Continuaron descendiendo. Las paredes del vestíbulo mostraban carteles viejos y descoloridos, anuncios de eventos pasados que nadie había retirado. Luna observaba todo con ojos asombrados, como si estuviera descubriendo un nuevo mundo.

Al llegar al vestíbulo, se encontraron frente a la puerta principal del edificio, que estaba entreabierta. La luz del sol inundaba el espacio, y el contraste con la penumbra de la escalera era casi cegador. Vega entrecerró los ojos, acostumbrándose a la claridad.

—Mira, Luna —dijo, señalando hacia afuera—. El cielo es tan azul.

Ella sonrió, sintiendo el calor del sol en su rostro por primera vez en mucho tiempo.

—Es hermoso —respondió.

Dieron unos pasos hacia la salida. Afuera, la calle se extendía ante ellos, llena de vida. Personas caminando apresuradas, coches pasando, el bullicio de la ciudad en plena actividad. Un perro callejero pasó corriendo junto a ellas, ladrando alegremente.

Inseguras, avanzaron por la acera. Cada detalle captaba su atención: el olor a pan recién horneado que salía de una panadería cercana, el sonido del timbre de bicicleta, el tacto rugoso de las hojas de los árboles que rozaban al pasar. Era un mundo completamente nuevo, lleno de colores y sonidos que nunca habían experimentado.

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