TÍTULO: El reloj de bolsillo
En medio de las hileras de vides, Sebastián ajustaba una cuerda alrededor de los postes que sujetaban los viñedos, justo cuando el sol se ocultaba, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. Giró la vista viendo que ya había algunas luces encendidas dentro de su casa. En el interior, Carmen preparaba la cena mientras Juan y María jugaban cerca de la chimenea. El reloj de pared marcaba las ocho en punto con su tic-tac característico.
Una vez que anocheció totalmente, una banda de delincuentes avanzaba sigilosamente entre las sombras. Su líder, «el Pancetas», iba al frente dirigiendo a sus hombres hacia el caserón situado al final del camino. Su mote le venía dado por su prominente barriga y su afición a comer la casquería del cerdo.
Los ladrones se acercaron al almacén adjunto a la casa. Forzaron la puerta con una palanca, entrando en silencio. Sus miradas recorrían las estanterías llenas de herramientas y barriles de vino a ver qué podían rapiñar. Al no encontrar nada de valor, pasaron a una salita ubicada en la planta baja de la vivienda. Al fondo, sobre una mesita, se encontraba un pequeño altar formado por una imagen de San Severino y dos gruesas velas encendidas. Uno de ellos, al verlo, le dio una patada al mueble saltando todo por los aires, provocando que una de las luminarias cayera sobre un cesto lleno de revistas, prendiéndole fuego que se extendió rápidamente a las cortinas y de ahí a toda la estancia.
El Pancetas dio la orden de retirarse, pero antes de salir, vio un reloj de bolsillo sobre una mesa. Lo afanó rápidamente y lo guardó en su chaqueta. El fuego ya se había extendido a otras partes de la vivienda, provocando un humo negro que se desplazaba hacia la planta superior.
Carmen percibió el olor penetrante y levantó la cabeza alertada. Miró por la ventana y vio el incendio acercándose. Tomó a sus hijos de la mano corriendo hacia la puerta principal, pero el calor intenso les obligó a retroceder, escondiéndose en el dormitorio principal.
Sebastián, al observar su casa en llamas, salió corriendo a toda prisa. Al llegar, intentó entrar, pero las llamas bloqueaban el acceso. Gritó los nombres de su esposa e hijos, sin encontrar respuesta; solo se oía el crepitar de la madera y el mobiliario consumiéndose por el fuego.
Inmediatamente, llegaron vecinos que intentaron sofocar el fuego con cubos de agua, sin conseguirlo.
El Pancetas y su banda observaban desde la lejanía. Este se llevó la mano al bolsillo y acarició el reloj.
El calor se intensificaba, y el humo espesaba el aire, dificultando la respiración. El techo comenzó a ceder, y fragmentos de madera caían al suelo, provocando que los vecinos se apartaran rápidamente.
Finalmente, el fuego se extinguió con el amanecer. Cuando la temperatura lo permitió, Sebastián entró en las ruinas de su casa y, entre restos humeantes, encontró a su mujer e hijos abrazados entre ellos, ya sin vida, asfixiados por el humo, dentro del vestidor que había en el dormitorio y que, milagrosamente se había salvado del fuego. Se arrodilló junto a ellos, uniéndose al abrazo. Sus lágrimas caían sobre las cenizas.
Días después, en el mercado del pueblo, El Pancetas intentó vender el reloj. Un anciano joyero lo reconoció inmediatamente.
―Este reloj pertenece a la familia Carmona ―dijo, mirándolo fijamente. Las autoridades fueron alertadas y el ladrón fue detenido, devolviendo el reloj a su dueño. La noticia se propagó rápidamente, y el pueblo reaccionó a la tragedia, asistiendo en masa al funeral que se celebró en la iglesia del pueblo.
En la bodega, las cicatrices del incendio eran evidentes. Las paredes ennegrecidas y las grietas en el suelo contaban la historia de la noche devastadora.
Las estaciones cambiaron, y los viñedos florecieron nuevamente. Las uvas maduras colgaban pesadamente de las plantas, listas para la vendimia.
Una tarde, mientras reparaba la casa, Sebastián encontró entre las ruinas una cajita de madera chamuscada que sirvió de envoltorio al reloj cuando se la regaló su esposa. Al abrirla, la tarjeta de felicitación seguía intacta. La cogió con cuidado y leyó las palabras escritas en tinta negra: «Siempre en tu corazón». No había firma. Guardó la nota junto al reloj.
Sebastián continuó viviendo en la casa una vez restaurada, rodeado de viñedos y recuerdos. En las noches, mientras el viento mecía las hojas de las vides, se sentaba en el porche observando las estrellas a la vez que acariciaba el regalo de su esposa. El reloj de bolsillo se convirtió en su compañero constante, marcando el tiempo que avanzaba y manteniendo viva la esencia de su familia.