Ah, el maravilloso mundo de los deberes escolares. Nuestra querida profesora, que siempre encuentra nuevas maneras de ponernos en aprietos creativos, nos encomienda una tarea digna de Sherlock Holmes: escribir un cuento que comience con una frase memorable escuchada en alguna conversación real. ¿Y cómo logramos tal hazaña? Con libreta en mano, claro, como intrépidos exploradores urbanos, cazadores de palabras perdidas, atentos a cada diálogo espontáneo que la vida nos arroje. Porque, según ella, la inspiración está en todas partes, solo hay que saber escuchar. El problema es que escuchar a la gente puede ser una experiencia tan desconcertante como reveladora.
Primera parada: la tienda de chucherías. Mientras espero para comprar unos chicles, ahí estoy, tratando de parecer normal mientras anoto frases como si estuviera recopilando datos para una tesis doctoral sobre la sociedad contemporánea. Entonces, un cliente peculiar pide algo que me deja pensando: —¿Me da una bolsa de patatas? ¿De las que hacen ‘crujen’?
La dependienta, que evidentemente ha visto de todo en su carrera profesional, mantiene una expresión estoica, como si frases así fueran parte del manual del trabajo. Yo, en cambio, me quedo procesando la solicitud: ¿Patatas que crujen? ¿Acaso hay alguna variedad que venga con «modo silencioso»? La vendedora, fiel a su oficio, le entrega un cucurucho de patatas fritas a granel mientras el tipo se marcha como si nada. Cuando por fin se va, nuestras miradas se cruzan y estalla la carcajada. No todos los héroes llevan capa, pero algunos definitivamente piden patatas con efectos de sonido.
Segunda y tercera escena: el bar del barrio. Un lugar donde la sabiduría popular tiene su templo preferido. Allí, Pepe, un jubilado que se ha convertido en maestro de la buena vida, entra saludando con una frase que merece ser esculpida en una placa conmemorativa: —Hombre, Pepe, ¿de dónde vienes? —le pregunta un amigo. —Vengo de mi segunda siesta del día—, responde con total naturalidad.
El asombro del amigo es palpable. —¿Cuántas te echas?— pregunta incrédulo. Pepe, sin inmutarse, explica su sagrado ritual diario: la siesta de carnero a media mañana, la reglamentaria después de comer para evitar que le quiten la paga de jubilado, y la mejor de todas, la previa al sueño nocturno, viendo la televisión antes de acostarse. Si eso no es vivir con maestría, no sé qué lo es.
La siguiente fue en una de nuestras reuniones con vino de por medio, Remigio se convierte en un conferenciante improvisado, regalándonos disertaciones que rivalizan con las de cualquier tertuliano de radio. En este caso nos ilustró sobre ese defecto tan extendido entre nosotros: la incapacidad para escuchar. Remigio sentencia: —La característica común de estos bípedos es que son narcisistas e insensibles. Una simbiosis entre charlatán de feria y sabelotodo. Su manía de apostillar continuamente sobre cualquier tema como si fuera una Wikipedia viviente es insufrible. Puedes ponerles mala cara, pero tranquilos, nunca se darán por aludidos—. Remigio, siempre un poeta de la queja.
El cuarto acto es protagonizado por el eterno don de las madres: la premonición infalible. Pasaba por un parque cuando una voz maternal resonó como una trompeta celestial: —¡No corras que te vas a caer!—, advirtió a un niño que, irónicamente, estaba completamente quieto. Y claro, como si el universo obedeciera las leyes del destino maternal, el chaval decidió levantarse para ir a jugar y, efectivamente, se cayó. No hay ciencia que pueda explicar cómo logran anticipar esas cosas, pero todos sabemos que cuando una madre habla, el cosmos escucha.
En los huertos de ocio, donde se intercambian semillas y filosofía, surgió una discusión acalorada sobre la fecha ideal para plantar tomates. Uno de los agricultores defendía que el invierno era perfecto para ello, mientras los demás intentaban explicarle con calma la inviabilidad de su teoría. Pero él, terco como solo los apasionados pueden ser, no se dejaba convencer. Finalmente, tras abandonar el debate, uno de los interlocutores soltó con aire filosófico: —Por más que la abeja le explique a la mosca que la flor es mejor que la basura, la mosca no lo va a entender por qué siempre ha vivido en esta—. Sabiduría campestre en su máxima expresión. Esta respuesta le ofendió sobremanera, a lo que otro, para calmar los ánimos, suelta esta joya filosófica: ―No nos reímos de ti, nos reímos contigo―. Pero seamos sinceros, todos sabemos que esa frase es la hermana educada de “¡Sí que nos estamos riendo de ti, pero queda mejor así!”
La siguiente se dio en un grupo de WhatsApp, donde todos estamos jubilados. Un amigo me escribe confundido: —¿Quién se ha muerto en el grupo? He visto muchos mensajes con “D.E.P.”, yo también lo he puesto; sin embargo, no tengo ni idea de quién ha sido—. Nos echamos unas buenas risas antes de que él zanje la cuestión con una frase que suena a sentencia filosófica: —Lo que va en serio es la muerte; el resto es farfulla y confeti. No merece la pena enfadarse por tonterías—. Pero, como tenemos memoria de pez, exactamente tres segundos, se nos olvidará en tres segundos y seguiremos siendo igual de tontos que siempre.
Por último, la frase definitiva sobre la amistad se la oí a otro amigo cuando agradecía a un compañero por ayudarle en un asunto personal complicado. —No se merecen, a los amigos, hasta el culo; a los enemigos, por el culo y a los indiferentes, la legislación vigente y tú estás en el primer grupo—, declaró con solemne convicción. Y aunque al principio me pareció una expresión algo bruta, reconozco que encierra una verdad sobre las relaciones humanas que no se puede negar.
Después de una semana recopilando estas joyas verbales, no me queda duda: la realidad supera la ficción, y cada conversación es una mina de oro para quien sepa escuchar. Si de estas frases no saco un cuento memorable, es que no valgo para esto. Porque, al final, la vida es eso: farfulla, confeti y alguna que otra bolsa de patatas que crujen.