Maldita paella

―¡Socorro! ―grité, pero mi voz se desvaneció en este agujero infernal, frío y desconocido en el que me encuentro, donde la oscuridad es tan densa que podía palparla.

No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Hace un instante estaba en la comodidad de mi hogar organizando los preparativos para hacer una paella dominguera, y ahora, sin saber cómo, me encontraba aquí.

Intenté liberarme, moverme, pero algo me sujetaba las piernas con fuerza, algo pesado y gélido que me hacía sentir como una presa indefensa en las garras de un depredador invisible.

El miedo se apoderó de mí, como una bestia liberada en la jaula de mi pecho. Intenté respirar hondo, buscando calmarme, pero el aire me golpeó con un hedor nauseabundo a descomposición y aceite rancio que me revolvió el estómago. Extendí las manos en la oscuridad, buscando a tientas cualquier punto de referencia. Mis dedos tropezaron con una confusa colección de objetos: algo liso y frío como el vidrio, algo áspero que se deshacía como tela vieja, y algo blando y húmedo que cedió bajo mi tacto con una repugnante viscosidad. Por un momento, la absurda idea de estar atrapado en un contenedor de basura cruzó por mi mente. ¿Un secuestro? ¿Una broma macabra? No, flotaba algo en el ambiente que me decía que aquello era mucho, mucho peor.

Continué tanteando en la oscuridad, presa del pánico, hasta que mis dedos rozaron algo que me paralizó el corazón. Era redondo, suave, con mechones de pelo pegajosos. Una cabeza. Una cabeza humana, pequeña, como la de un niño. Mis dedos se hundieron en una sustancia viscosa y fría que la recubría, y una oleada de terror me recorrió el cuerpo.

No podía quedarme quieto. Necesitaba saber, comprender. Toqué con más detenimiento, sintiendo los detalles: los ojos hundidos, la nariz pequeña, los labios fríos y entreabiertos. Era real, terriblemente real. Recorrí su cuerpo con las manos temblorosas, notando que estaba inerte, rígido, como si llevara mucho tiempo allí… abandonado en la oscuridad.

Al percatarme que tenía un brazo separado del cuerpo, un grito desgarrador escapó de mi garganta, pero nuevamente la oscuridad lo absorbió sin piedad, dejándome en un silencio aún más aterrador. El esfuerzo me provocó un ataque de asma, y los silbidos en mi pecho se intensificaron, como serpientes constrictoras que se enroscaban alrededor de mis pulmones, robándome el aliento. Forcejeé con todas mis fuerzas contra las ataduras invisibles que me aprisionaban, pero era una lucha inútil.

Y entonces, sentí algo moverse sobre mí. Una presencia oscura, maligna, que me observaba desde la impenetrable negrura. Levanté la vista, y allí estaban: ojos. Decenas de ojos, brillando con un fulgor enfermizo, dispuestos en filas como un ejército de espectros. Se movían al unísono, fijos en mí, como depredadores esperando el momento perfecto para atacar.

La falta de aire me ahogaba, la tos me sacudía con violencia, y en un gesto instintivo, me toqué la cara. El horror me invadió al sentirla cubierta de la misma sustancia viscosa y fría que impregnaba el cuerpo de la niña. ¿Qué era aquello? ¿Acaso me estaba desintegrando? ¿Eran esos ojos, esos espíritus que me observaban, los que me devoraban lentamente? Mis gritos de auxilio se fueron apagando, mis fuerzas me abandonaron, y me sumí en un estado de semiinconsciencia donde la línea entre la realidad y la pesadilla se difuminó por completo.

En ese limbo entre la vigilia y el sueño, mientras la negrura me arrastraba a sus profundidades, oí voces que me llamaban. Gritaban mi nombre, cada vez más cerca:

―¡Pedro! ¡Pedro! ¿Dónde estás?

 Eran voces familiares, pero sonaban distorsionadas, lejanas, como si llegaran desde el otro lado de un túnel. De repente, unos golpes terribles resonaron en la distancia, golpes que parecían martillear una puerta invisible. Con un último esfuerzo, con un hilo de voz apenas perceptible, logré responder: “¡Aquí! ¡Aquí, por favor, estoy aquí!”.

Un ruido infernal, como el chirrido de una sierra desgarrando metal, partió el silencio. Haces de luz cegadora irrumpieron en la oscuridad, quemándome los ojos. La puerta cedió con un estruendo. Entre destellos de dolor y confusión, distinguí figuras que se movían a mi alrededor. Mi esposa, con el rostro desencajado por la angustia, y otras personas que no reconocía. Intenté advertirles, con la poca voz que me quedaba:

―¡Cuidado! ¡Los monstruos! ¡La niña… hay una niña aquí!.

Pero las palabras se me atragantaron en la garganta, y la oscuridad me engulló por completo al perder la consciencia.

Desperté en una habitación de hospital, con la cabeza palpitando bajo un vendaje y una pierna escayolada. El dolor y la confusión me recordaban que algo terrible había sucedido, aunque no lograba recordar qué. Poco a poco, las explicaciones de médicos y familiares fueron armando el rompecabezas de mi accidente.

Al parecer, había bajado al trastero aquel domingo para coger el quemador de la paella. La vieja escalera de madera, carcomida por la humedad y el tiempo, cedió bajo mi peso. En la caída, el quemador me golpeó la cabeza, abriéndome una herida profunda que me hizo perder el conocimiento. Para empeorar las cosas, la estantería, sobrecargada con trastos viejos, se vino abajo, rompiéndome una pierna y dejándome atrapado entre escombros y objetos acumulados durante años. En medio del caos, algún objeto debió impactar contra el interruptor de la luz, sumiendo el trastero en una oscuridad absoluta.

―¿Y la niña? Toqué su cabeza… ―murmuré, con la imagen de la cabeza fría y viscosa aún grabada a fuego en mi mente.

Mi hija me miró con los ojos llenos de compasión, y su voz temblando al responder:

―Papá, era aquella muñeca hiperrealista que me regalasteis, ¿recuerdas? La que guardamos en el trastero porque daba un poco de miedo. Se parecía a Chucky, el muñeco diabólico. Decías que estaba poseída.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Claro, la muñeca. Con su pelo sintético y sus ojos de cristal.

―Estaba cubierta de aceite ―continuó mi esposa―, de las botellas que se rompieron cuando se cayó la estantería.

―¿Y los ojos…? Los monstruos… ―balbuceé, aferrándome a los jirones de la pesadilla.

―Eran las luces LED que usamos para el árbol de Navidad, Pedro. Ya sabes que brillan en la oscuridad.

Asentí lentamente, tratando de asimilarlo todo. Las luces, la muñeca, el aceite… Todo tenía una explicación lógica. Pero en el fondo de mi ser, una parte de mí seguía atrapada en aquella oscuridad, atormentada por la visión de los ojos brillantes y la sensación de la sustancia viscosa en mi piel. Una parte de mí que nunca olvidaría el horror de aquella oscuridad que parecía tener vida propia.

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