Cada cuatro años, en Torrejón de Ardoz, el 29 de febrero marca el inicio de un terror recurrente. Desde hace siglos, las desapariciones de niños han sacudido al pueblo, siempre acompañadas de una leyenda aterradora: «El Culebro», una criatura conocida por los habitantes más ancianos como un hombre salvaje que habita los túneles subterráneos y emerge para llevarse a los pequeños. Su nombre se susurra con miedo, atribuyéndole la fuerza de una bestia, el ingenio de un cazador y el sigilo de una sombra. Pero no era solo un hombre: su cuerpo alargado, serpentino, se deslizaba por los túneles como si fuera uno con la tierra, y su presencia siempre iba acompañada de culebras que lo seguían como si fueran sus fieles servidoras.
Lucía Morales, una arqueóloga especializada en leyendas urbanas, regresa a Torrejón después de veinte años. De niña, fue testigo de un horror que jamás ha podido borrar de su mente: una noche, mientras jugaba en el patio trasero de su casa, vio una figura alta y encorvada, con una melena larga y desgreñada, acechándola entre los árboles. Sus ojos, rojos como brasas, brillaban en la oscuridad. Lucía estaba convencida de que el Culebro había venido por ella. Cuando la criatura extendió su brazo hacia ella, el sonido repentino de una campana la salvó. Su abuela, quien practicaba antiguas tradiciones, había colocado una cuerda con campanas en la entrada del patio para protegerla de “las sombras que buscan almas”. Lucía huyó, pero nunca olvidó aquella experiencia. Desde entonces, su vida se ha centrado en investigar las desapariciones asociadas al Culebro y desentrañar la verdad tras el mito.
Según las crónicas locales, el Culebro es un ser protector de los túneles que se extienden bajo Torrejón, antiguos refugios usados durante la Guerra Civil y anteriores. Se cree que es una mezcla de humano y algo más antiguo, vinculado a la tierra misma. En el pasado, las brujas del pueblo realizaban rituales para aplacarlo. Los habitantes más viejos hablan de ofrendas de animales en las entradas de los túneles, y de cómo las brujas utilizaban hierbas y cánticos para evitar su ira. El Culebro no mataba por hambre, sino para recolectar la esencia de los niños, necesaria para mantener su conexión con los túneles. Los rumores decían que los túneles eran más que refugios: eran pasajes hacia otro mundo, y el Culebro era su guardián.
Lucía, ahora adulta, llega al pueblo para investigar un nuevo caso: tres niños han desaparecido en el último 29 de febrero. Tres días después, sus ropas desgarradas aparecen en puntos dispares de la ciudad: un parque infantil, el altar de una iglesia abandonada, y en una boca de túnel tapiada en las afueras. El pánico cunde, y el pueblo revive su miedo ancestral. Los padres cierran las ventanas y bloquean las puertas al anochecer. Lucía decide explorar los túneles, armada con un mapa antiguo y fragmentos de los diarios de su abuela, quien escribió sobre rituales para «mantener a raya a las sombras».
Los túneles son un laberinto oscuro y húmedo. Mientras Lucía avanza, encuentra marcas en las paredes: símbolos tallados con herramientas primitivas. En el suelo hay restos de ofrendas antiguas, huesos de animales mezclados con muñecas rotas y juguetes oxidados. La atmósfera se vuelve pesada, y un eco extraño parece seguir sus pasos. Pero lo que más la perturba son las culebras. Decenas de ellas, pequeñas y grandes, se deslizan por las paredes y el suelo, como si fueran centinelas de algo mucho más grande. Sus ojos brillan en la oscuridad, y sus silbidos se mezclan con el sonido del agua que gotea en las profundidades.
Encuentra un altar oculto con restos recientes: velas negras y cuencos de barro con sangre seca. Allí, Lucía halla un mechón de cabello que coincide con el de uno de los niños desaparecidos. El terror se mezcla con la determinación. Aunque las evidencias señalan a prácticas humanas, Lucía siente que hay algo más en esos túneles. Algo que va más allá de lo racional.
En lo profundo de los túneles, Lucía escucha un gruñido. Una figura emerge de las sombras: alta, encorvada, con piel grisácea, cubierta de escamas irregulares y ojos que brillan con un rojo antinatural. El Culebro. Su cuerpo alargado, similar al de una serpiente, se mueve con una fluidez inquietante, y a su alrededor, las culebras se agitan, como si estuvieran bajo su control. La criatura se mueve con una rapidez imposible, y Lucía comprende que no tiene escapatoria.
Recordando las enseñanzas de su abuela, comienza a recitar un cántico que leyó en el diario. El Culebro parece titubear, pero avanza hacia ella. En ese momento, Lucía arroja al suelo una mezcla de sal y ceniza, formando un círculo alrededor de sí misma. El monstruo ruge, pero no puede cruzar el círculo. Las culebras que lo rodean se retuercen, como si el ritual las afectara también.
Lucía aprovecha el momento para observarlo más de cerca. Ve que su cuerpo está cubierto de cicatrices, y que en sus manos lleva las ropas desgarradas de los niños. Sin embargo, hay algo profundamente humano en su rostro, como si el monstruo estuviera atrapado entre dos mundos. Sus ojos, aunque llenos de maldad, también reflejan un dolor ancestral, como si fuera una víctima de su propia maldición.
Cuando el Culebro desaparece entre las sombras, las culebras lo siguen, deslizándose hacia las profundidades del túnel. Lucía, temblando, pero decidida, encuentra a los niños vivos en una cámara oculta, aunque están en trance, como si algo hubiera drenado parte de su vitalidad. Logra sacarlos, pero no puede explicarle a la policía lo que ha visto.
El pueblo, agradecido, la trata como una heroína, pero Lucía sabe que el ciclo no ha terminado. El Culebro sigue allí, aguardando el próximo 29 de febrero. Decidió quedarse en Torrejón, decidida a proteger a los niños y a descubrir cómo terminar con la maldición de una vez por todas. Pero cada noche, mientras cierra los ojos, ve al Culebro en sus sueños, rodeado de culebras, sus ojos rojos brillando en la oscuridad, recordándole que la lucha apenas ha comenzado.