En el bullicioso siglo XVI, un aventurero español, cuyo nombre se ha perdido en los anales del tiempo, acompañó a Pedro de Alvarado en su expedición a las tierras misteriosas y exuberantes de Guatemala. Como tantos otros, no buscaba oro ni gloria para la corona, sino fortuna personal. Tras meses de exploración y de seguir rumores de vetas prometedoras, tropezó con una mina de oro en Jutiapa, cerca de la frontera con El Salvador, iniciando una nueva etapa en su vida.
La mina le proporcionó riquezas inimaginables. El oro fluía constantemente, llenando sus arcas y vaciando su alma. Se instaló en una fastuosa residencia en Iximché, capital colonial de Guatemala en aquella época, entregándose a una vida de excesos sin freno. Fiestas interminables, manjares exquisitos, vinos añejos, y una corte de aduladores y buscavidas le rodeaban constantemente. El sexo, las drogas y el alcohol se convirtieron en sus compañeros inseparables, consumiendo sus días y nublando su juicio. La euforia constante se transformó en un vacío angustiante, y la brillantez de su vida se oscurecía con cada amanecer, sintiendo que su existencia, hueca y descontrolada, se precipitaba hacia un abismo inminente.
En un momento de lucidez, o quizás de desesperación, decidió huir de la vorágine. Oyó hablar del Lago Atitlán, un lugar de ensueño en el corazón de Guatemala, rodeado de volcanes guardianes —San Pedro, Tolimán y Atitlán—.
Las aldeas mayas que lo rodean —Panajachel, San Juan, Santiago— emergen como fragmentos de un cuento olvidado.
Este lago, decían, ofrecía una paz profunda, un remanso de tranquilidad ideal para la introspección y la meditación. Abandonó su vida licenciosa y viajó hasta sus orillas, enclaustrándose en una rústica cabaña de madera, alejada del bullicio y las tentaciones.
Cada día, con la disciplina de un monje, emprendía una peregrinación hacia el mirador de la Nariz India, conocido por ser un lugar sagrado del pueblo maya, situado en lo alto de una montaña. La ascensión era ardua, pero la recompensa era sublime. Desde allí podía contemplarse el lago custodiado por sus tres titanes dormidos. Sus aguas, profundas y misteriosas, parecían palpitar con una vida propia, teñidas de turquesa y esmeralda, como si un pintor celestial hubiera derramado su paleta sobre el lienzo del mundo.
Al amanecer, observaba cómo la bruma se alzaba como un velo de seda, difuminando los contornos entre lo real y lo etéreo, mientras las barcas de madera flotaban como pensamientos perdidos, deslizándose en silencio hacia la nada.
Pero lo mejor sucedía por la noche. El lago se transformaba en un abismo estrellado, un reflejo del cosmos donde las luces de las casas parpadeaban como luciérnagas atrapadas en el borde del infinito.
Un día, mientras descendía del templo, el sol castigaba con fuerza. El calor se volvía cada vez más opresivo.
En su camino, divisó una fuente solitaria al borde del sendero polvoriento. Se acercó sediento, buscando un respiro. Junto a la fuente, sentado en una piedra, encontró a un indígena maya de edad indefinida. Su rostro, surcado por el tiempo, irradiaba una sabiduría ancestral. Sus ojos oscuros, profundos como el lago, parecían contener siglos de historia.
Intercambiaron algunas palabras sobre el calor sofocante y la dureza del camino. La conversación, iniciada de manera trivial, derivó hacia temas más trascendentales. El español, atormentado por su pasado y buscando respuestas a su inquietud existencial, se abrió ante el anciano. En el silencio respetuoso del lugar, se gestó un diálogo cargado de simbolismo, un intercambio entre dos mundos y dos concepciones de la vida totalmente opuestas.
En un momento de la conversación, el indígena, con una voz grave y pausada, articuló una parábola ancestral, sencilla, pero profunda, conocida por el pueblo maya desde tiempos inmemoriales:
La Muerte le preguntó a la Vida: ―¿Por qué a mí todos me odian y a ti todos te aman?
El anciano hizo una pausa, dejando que las palabras resonaran en el aire cálido. Luego, con una mirada penetrante, continuó:
La Vida respondió: ―Porque yo soy una bella mentira y tú eres una triste realidad.
Terminó diciendo: ―Nadie escapa al abrazo final de la muerte. Nuestro paso por este mundo es efímero, como una gota de lluvia en el océano.
El español se sumió en un silencio reflexivo, asimilando la delicada fragilidad de la vida humana frente a la ineludible verdad de la muerte y lo absurdo de perseguir sin tregua placeres fugaces, amasar riquezas tangibles o anhelar la vanidad del aplauso social
―Menos mal que nos queda la inmortalidad ―dijo el español, con la angustia reflejada en su rostro.
―La inmortalidad, hijo ―respondió con suavidad― es una quimera que las personas persiguen con fervor, una ilusión nacida del temor a desvanecerse por completo tras el umbral de la muerte.
El español sintió un escalofrío ante la crudeza de las palabras. Pero el ermitaño, con una mirada llena de compasión, continuó.
―Pero no todo está perdido. Aunque nuestra vida sea fugaz, podemos dejar una huella, un legado que perdure más allá de nuestra existencia. Puedes construir algo sustancial, algo concreto que resista el paso del tiempo. Escribe un libro que inspire a otros, crea una obra pictórica que conmueva corazones, esculpe una figura que desafíe al olvido. Ese es el único tipo de inmortalidad que podemos alcanzar.
Las palabras del ermitaño resonaron en el alma del español como una revelación, iluminando la oscuridad de su existencia con una nueva esperanza.
Comprendió
En ese instante, una idea germinó en su mente con fuerza irresistible. Dejaría de lado la vacuidad de vida que había llevado y la futilidad de la búsqueda de placeres efímeros. Le haría caso a aquel hombre y se dedicaría a crear, a construir algo que perdurara, a dejar su legado en el mundo.
Regresó a su cabaña con el corazón lleno de entusiasmo. Tomó pluma y papel, y comenzó a escribir. Las palabras se sucedían de manera continua, relatando su vida, sus experiencias, sus reflexiones y su transformación. Había encontrado su camino. La búsqueda de la inmortalidad a través de la creación había comenzado.
Cinco siglos después, nadie puede afirmar con certeza si la historia de aquel español es real o simplemente una leyenda piadosa. Sin embargo, un libro titulado «Reflexiones sobre la vida y la muerte: El legado de Atitlán» ha sido leído por multitud de personas a lo largo de los siglos, encontrando respuestas a las preguntas esenciales de la existencia humana.
En la perdurabilidad de sus palabras, en la resonancia de su mensaje a través del tiempo, reside la verdadera inmortalidad de aquel hombre anónimo que buscó a orillas del majestuoso Lago Atitlán.