Los mundos que nunca se tocan

Nueva York, 1979. Quinta Avenida.

Siempre me ha fascinado la fotografía urbana, especialmente en blanco y negro. Hay algo en la ausencia de color que revela la esencia cruda de las ciudades, al despojarlas de artificios. Me gusta perderme en sus grandes avenidas, donde el bullicio de ejecutivos, mujeres impecables y turistas despistados crea un ballet frenético en el que nadie parece ver a nadie. Yo, con mi cámara en mano, soy un intruso en esta coreografía urbana, un observador silencioso que persigue la fisura, ese instante donde la verdad se filtra entre las grietas de la normalidad.

Fue en una de esas caminatas cuando lo vi. Una herida abierta en el tejido de la ciudad.

Un hombre descalzo, con la camisa sucia y rasgada, estaba sentado en la acera. Su piel, curtida por el sol y el frío, reflejaba la miseria humana. El cabello enmarañado le caía sobre el rostro, como un intento de esconderse del mundo. En sus manos agrietadas sostenía un vaso de plástico vacío, una súplica muda. A su lado, unas sandalias gastadas descansaban en el pavimento.

El contraste llegó en forma de una familia impecable.

Un hombre con camisa blanca y pantalón de pinzas avanzaba con paso firme, sujetando con decisión las manos pequeñas de sus hijos. Caminaba erguido, con la seguridad de quien se mueve entre certezas. Detrás, su mujer, con un bebé en brazos, intentaba alcanzarlo. Él giraba la cabeza de vez en cuando, apremiándola a no quedarse atrás.

Los niños también intentaban mantener el ritmo, hasta que lo vieron.

La niña se detuvo. Sus zapatos de charol quedaron clavados en el suelo. Sus ojos se fijaron en los pies desnudos del hombre. No entendía por qué estaba allí, por qué su ropa estaba sucia, por qué nadie le hacía caso.

—Vamos —dijo su padre con voz seca, tirando de su mano.

Pero ella no respondió. Se quedó mirando.

El hombre también. No como lo hacían los adultos cuando querían decir algo sin hablar, sino como alguien que ya ha dicho demasiado y sabe que las palabras no cambiarán nada.

Su hermano pequeño también se detuvo.

—Papá… —susurró.

—No lo miréis —ordenó con frialdad.

Pero los niños no hicieron caso.

Observaron cómo el hombre encogía los dedos sobre el asfalto caliente, cómo su camisa se agitaba con el viento, cómo sus manos descansaban en sus rodillas con la resignación de quien ha esperado demasiado.

Un tirón repentino los apartó.

Las lágrimas se acumularon en sus ojos, pero no dijeron nada. Solo se dejaron llevar, sintiendo aún el peso de la mirada del hombre en su espalda.

Disparé la cámara. Fue un reflejo instintivo, un intento de capturar la cruda realidad de la desigualdad. El obturador susurró en medio del estruendo urbano, sin embargo, para mí fue un disparo seco en la conciencia. El padre, alertado por el sonido, apuró el paso. La niña, sin embargo, se detuvo un instante. Con una mirada que mezclaba curiosidad y compasión, dejó un caramelo envuelto en papel dorado junto al hombre.

Un gesto minúsculo, pero cargado de significado. Un intento de cerrar la brecha entre dos mundos que nunca deberían haber estado separados.

El hombre levantó la vista, pero no reaccionó. Sus ojos, opacos, parecían haber perdido la capacidad de asombro. Quizás la esperanza se había extinguido en él hacía mucho tiempo. El caramelo, símbolo frágil de bondad, permaneció allí cuando la familia se perdió entre la multitud.

Volví a casa con la imagen en mi mente. Con el paso de los días, la escena se desvaneció en mis recuerdos, como un sueño fugaz. Cuando revelé los carretes, la fotografía me golpeó con la fuerza de un puñetazo.

Publiqué la foto y escribí una columna intentando despertar conciencias.

La reacción no tardó en llegar. Indignación, discursos inflamados, la foto circulando en periódicos y revistas. En cada comentario, una rabia prefabricada, un acto reflejo de falsa compasión.

Nos encogemos de hombros tras unos segundos de lástima, nos acomodamos en nuestra burbuja y seguimos adelante, porque admitir la verdad es demasiado doloroso.

Preferimos la ceguera, la ilusión de que todo está bien. Y así, la vida continúa.

El hombre sigue en la acera.

Los niños crecen.

El padre continúa su camino.

El caramelo desaparece.

No porque el hombre lo haya tomado, sino porque la indiferencia destruye hasta los pequeños gestos de humanidad. Nos sentimos mejor ignorando la miseria de quienes la padecen.

Deja un comentario