Don Simón Calmachicha caminaba por la vida como si tuviera todo el tiempo del mundo, porque según él, así era. A sus cincuenta y siete años, lucía una cabellera plateada que ondeaba al viento con la misma cadencia pausada de sus pasos, y una sonrisa permanente que desconcertaba a quienes vivían encadenados al reloj.
Cada mañana, se levantaba con el alba, no por obligación sino por deleite. Preparaba su café con una meticulosidad que exasperaba a cualquiera que lo observara: molía los granos contándolos uno a uno, calentaba el agua hasta los 92 grados exactos, y vertía el líquido en círculos perfectos mientras tarareaba alguna canción de los años setenta. Luego, se sentaba en su porche a disfrutar de cada sorbo como si fuera una experiencia religiosa.
—¡Por los clavos de Cristo, Simón! —exclamaba Jacinto, su vecino y amigo de toda la vida, mientras corría hacia su coche—. Son las ocho menos cuarto y aún estás con el café. ¿No empiezas a trabajar a las ocho?
—Precisamente —respondía Simón, consultando su reloj con deliberada lentitud—. Y llegaré a las ocho en punto, como cada día. Ni un minuto antes, ni un minuto después.
—¿Y cómo demonios piensas hacerlo? ¡Tu oficina está a veinte minutos!
—Diecisiete minutos y treinta y seis segundos, para ser exactos —corregía Simón con una sonrisa—. He cronometrado cada semáforo, cada paso, cada saludo al guardia. La parsimonia no es impuntualidad, querido Jacinto. Es precisión, es consciencia del tiempo real.
Mientras Jacinto arrancaba su coche con un chirrido, Simón terminaba su café, recogía su maletín de cuero desgastado y comenzaba su caminata diaria hacia la oficina de contabilidad donde trabajaba desde hacía tres décadas. Efectivamente, a las ocho en punto, ni un segundo más ni uno menos, cruzaba la puerta principal.
Su jefe, don Esteban Prisas, un hombre perpetuamente sudoroso y con tres teléfonos móviles siempre sonando, nunca entendió cómo funcionaba la mente de Simón.
—¡Calmachicha! —le gritaba al menos una vez por semana—. ¿Cómo va ese informe de las cuentas de Hernández y Asociados? ¡Lo necesito para ayer!
—Lo tendrás hoy a las cuatro, como acordamos —respondía Simón sin inmutarse, mientras tecleaba con una cadencia hipnótica—. Todo está bajo control.
—¡Pero lo podrías haber terminado anoche! ¡Vi que te marchaste a las seis en punto!
—En efecto. Y ahora lo estoy terminando con la precisión que merece. La parsimonia no es holgazanería, don Esteban. Es respeto por el trabajo bien hecho.
Sus compañeros de oficina habían formado lo que llamaban «El Club Anti-Parsimonia», una parodia que incluía imitaciones exageradas de su forma de hablar y moverse. Ramón, el más irreverente, solía fingir que tardaba una eternidad en tomar un clip de la mesa mientras los demás se desternillaban de risa.
—Es que no lo entiendo, Simón —le decía Ramón durante el almuerzo, mientras devoraba un sándwich en menos de tres minutos—. ¿Cómo puedes vivir así? ¡Te vas a perder la mitad de la vida!
Simón cortaba su manzana en doce gajos perfectamente simétricos antes de responder.
—Querido Ramón, me temo que es precisamente al contrario. La parsimonia no es perderse la vida, es vivirla en profundidad. Cuando comes así —señaló las migajas que quedaban del sándwich—, ¿realmente has saboreado algo?
—¡Pero tengo mil cosas que hacer! —protestaba Ramón, ya levantándose para volver al trabajo.
—Y todas las harás, con o sin prisa. La diferencia está en si las disfrutarás o no.
Los años pasaron con la misma cadencia pausada con la que Simón afrontaba cada día. La vida, sin embargo, no fue tan amable con sus amigos.
Jacinto, siempre corriendo, tuvo un accidente fatal en la autopista un viernes por la tarde. Iba a ochenta kilómetros por hora por encima del límite porque llegaba tarde a recoger a su hija del conservatorio. Simón lloró su pérdida durante exactamente tres semanas, dedicando cada atardecer a recordarlo con una copa de vino y la lectura de un poema.
—No hay nada que no se pueda solucionar con la lectura de un poema acompañado de una buena copa de vino contemplando un espectacular atardecer —le dijo a la viuda de Jacinto durante el funeral—. Excepto la muerte, claro está. Pero incluso ella puede hacerse más llevadera.
Don Esteban Prisas fue el siguiente. Un cáncer fulminante, de esos que los médicos atribuyen, entre susurros, al estrés crónico. En menos de tres meses pasó de gritar órdenes por toda la oficina a yacer en una cama de hospital.
—Simón —le confesó en su última visita, con la voz ya convertida en un hilo—, creo que tenías razón. Me he pasado la vida corriendo hacia ninguna parte.
—Nunca es tarde para aprender la lección —respondió Simón, sirviéndole un poco de agua con la misma ceremonia con que preparaba su café—. La parsimonia es una filosofía que se puede adoptar incluso en los últimos suspiros.
Don Esteban sonrió por primera vez en décadas, cerró los ojos, y decidió tomarse todo el tiempo del mundo para exhalar su último aliento.
Ramón sufrió un infarto masivo a los cuarenta y dos años. Había tenido tres matrimonios, cinco trabajos distintos, y una úlcera gástrica permanente. El detonante fue encontrar a su tercera esposa en brazos de su mejor amigo, precisamente cuando había decidido «sentar cabeza y tomarse las cosas con más calma», según le había confesado a Simón apenas una semana antes.
En el velatorio, rodeado de las tres ex-esposas de Ramón y una docena de compañeros de trabajo, Simón descorchó una botella de vino tinto y sacó un pequeño libro de poesía de Antonio Machado.
—Perdón, pero ¿qué hace? —preguntó escandalizada una de las ex-esposas.
—Honrar a Ramón como él nunca supo honrarse a sí mismo —respondió Simón, llenando las copas—. Con parsimonia y aprecio por el momento.
Y leyó en voz alta: «Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.»
Con el paso de los años, la oficina de contabilidad cambió. Los jóvenes que llegaban, inicialmente burlones ante las costumbres de don Simón (como ahora todos lo llamaban), empezaban a acudir a él en busca de consejo. No solo profesional, sino vital.
—Don Simón —le preguntó una tarde Laura, la nueva becaria de veintitrés años—, ¿cómo hace para mantener esa calma cuando todo se derrumba? Tengo tres entregas, mi novio me ha dejado, y mi casero me ha subido el alquiler.
Simón la invitó a sentarse y le sirvió una taza de té, con la misma ceremonia con que preparaba su café.
—La parsimonia es mi superpoder, querida —respondió con un guiño—. Es lo que me hace especial en un mundo donde todos corren como pollos sin cabeza. ¿Sabes por qué? Porque me permite ver soluciones donde otros solo ven problemas. La parsimonia no es inacción, es acción consciente.
Para sorpresa de todos, don Simón fue ascendido a director financiero cuando cumplió sesenta y cinco años, la edad en que la mayoría se jubilaba. La empresa había descubierto que sus informes, elaborados con meticulosa parsimonia, eran los únicos que nunca contenían errores. Y que sus consejos, dados sin prisa pero sin pausa, habían evitado más de una catástrofe financiera.
En su discurso de aceptación, que duró exactamente siete minutos y trece segundos (lo había cronometrado), compartió su filosofía:
—La parsimonia es mi forma especial de vivir. No significa hacer menos, sino hacer mejor. No significa llegar tarde, sino llegar justo a tiempo. No significa incumplir, sino cumplir con excelencia. He visto a muchos correr hacia sus tumbas, mientras yo camino tranquilamente hacia mis sueños. Y les aseguro que he llegado más lejos caminando que ellos corriendo.
Esa noche, como tantas otras, don Simón se sentó en su porche con una copa de vino y un libro de poemas. Contempló el atardecer con la misma admiración con que había contemplado el primero que recordaba, setenta años atrás.
Un mensaje llegó a su teléfono. Era de Laura: «Gracias por enseñarme que la parsimonia no es pereza, sino sabiduría. Hoy entregué mis tres trabajos, hablé con mi casero, y hasta conocí a alguien nuevo. Todo sin prisas, pero sin pausas.»
Don Simón sonrió, respondió con un escueto «De nada», y apagó el teléfono. Había un poema que quería leer y un atardecer que merecía toda su atención. Después de todo, el tiempo, cuando se vive con parsimonia, no es algo que se pierde, sino algo que se gana.