¿Por qué en Gatomorto no hay perros ni gatos?

El cielo sobre Gatomorto era una losa de plomo, un gris enfermizo que pesaba sobre el pueblo como una maldición. Clara Varela, ex-reportera de sucesos de La Voz de Galicia, sabía reconocer cuando un lugar estaba podrido. Lo había aprendido después de que su hermana desapareciera en Finisterre hace veinte años. Desde entonces, perseguía historias similares, buscando respuestas que probablemente nunca encontraría.

Pero esta vez es diferente, pensó. Esta vez siento que estoy cerca.

Bajó del destartalado autobús, aferrándose a su bolso, como si fuera un escudo. El silencio la golpeó como una ola fría. Ni pájaros, ni insectos, ni el viento moviendo las hojas de los castaños. Solo el sonido de sus Camper sobre los adoquines húmedos.

Joder, qué mal rollo, pensó, recordando cómo su exmarido Ramón siempre se burlaba de su «radar para la mierda». Si vieras este lugar, no te reirías tanto, cabrón.

Las casas de piedra negra se apretaban unas contra otras, como si intentaran protegerse de algo que acechaba entre las brumas. Y lo más inquietante: ni un solo animal.

En el bar O Cazador, pidió un café. Sonaba una canción del grupo gallego de música celta «Luar na Lubre» en una radio vieja, pero la música parecía distorsionada, como reproducida bajo el agua.

Preguntó por qué en ese pueblo no hay había perros, …. ni gatos.

—Los animales no duran mucho aquí —dijo el tabernero limpiando un vaso que parecía más sucio después de pasarle el trapo.

Clara bebió el café. Sabía a metal y a algo más, algo que le recordó a la vez que, con doce años, encontró un pájaro muerto y lo tocó con el dedo.

—¿Por qué? —preguntó, aunque ya intuía la respuesta.

—Se pierden —respondió, rascándose una cicatriz que le cruzaba la mejilla—. O aparecen muertos en el monte. Como las yeguas de los gitanos.

Clara sintió un escalofrío. Había leído sobre eso: media docena de caballos destrozados en un año. Y ahora, niños desaparecidos. Cuatro en seis meses.

—¿Son los del pazo? —preguntó directamente.

El hombre se tensó como si le hubieran dado una descarga eléctrica.

Non deberías ir alí —susurró en gallego, su acento más marcado por el miedo—. Esas cosas que vinieron de fuera… No son como nosotros.

Un viejo se acercó, arrastrando los pies. Olía a aguardiente y a orines.

—Mi abuelo lo vio —dijo con voz temblorosa—. Era un crío cuando llegaron. Rusos o rumanos, decían. Ni siquiera humanos, contaba él.

Clara apuntó la dirección en su Samsung con manos temblorosas. Su terapeuta le había dicho que este trabajo era su forma de procesar el trauma. Qué sabrá ella, pensó Clara. Algunas heridas no cicatrizan; se convierten en mapas.

El pazo se alzaba en la colina como un tumor de piedra. El musgo trepaba por los muros, verde enfermizo sobre gris muerte. La puerta de hierro, oxidada como una herida infectada, cedió con un quejido.

Mala idea, Clara, pensó mientras avanzaba. Mala puta idea.

En el interior, la oscuridad tenía peso. Olía a siglos de podredumbre y a algo más reciente. Algo que le recordaba a cuando, de niña, encontró un gato muerto bajo su cama después de una semana de extraños ruidos.

Su linterna recorrió las paredes. Había símbolos grabados: espirales, triángulos, cosas que parecían letras, pero ningún alfabeto que ella conociera. Y manchas. Muchas manchas.

Encontró una foto antigua en el suelo. Un hombre y una mujer, vestidos como de principios de siglo, sonriendo frente al pazo. Tenían dientes afilados. Demasiado afilados.

Mierda, mierda, mierda, cantaba su mente al ritmo de los latidos de su corazón.

Entonces lo escuchó. Un quejido bajo, húmedo. Venía del sótano.

Bajó las escaleras de piedra, con la linterna temblando en su mano. La luz iluminó ganchos oxidados colgando del techo. En el centro, una mesa de piedra cubierta de marcas oscuras y profundas.

Una cabeza de yegua pudriéndose. Y peor aún, una pequeña sudadera del Deportivo en un rincón.

Algo se movió debajo.

Clara se acercó, el corazón golpeándole las costillas como un animal enjaulado. Levantó la tela con dedos temblorosos.

Un mechón de pelo infantil pegado a sangre seca.

Entonces, la oscuridad gruñó.

Un sonido que no debería existir en este mundo. Como si la tierra bajo sus pies tuviera hambre.

Algo se arrastraba por los túneles del fondo. Algo grande.

Clara corrió. Subió las escaleras tropezando, el rugido persiguiéndola como una maldición.

Fuera, la gente del pueblo la esperaba. Silenciosos. Formando un círculo.

—Sabíamos que vendrías —dijo una anciana—. Siempre mandan a alguien.

Clara entendió. Ellos sabían. Siempre habían sabido.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia el pazo.

La anciana sonrió, mostrando encías vacías.

—No tiene nombre en nuestra lengua. Pero lleva aquí desde antes que nosotros. Y se alimenta.

Clara huyó. El autobús la esperaba, como si el conductor supiera exactamente cuándo vendría.

Mientras Gatomorto se perdía en la niebla, su móvil sonó. Un número desconocido.

—¿Clara Varela? —preguntó una voz infantil—. Sé dónde está tu hermana.

Clara cerró los ojos. Sabía que tendría que volver.

Porque algunas historias no terminan. Algunas historias te devoran.

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