Quemaduras en la memoria

La familia Rodríguez entró por primera vez a su nueva casa, situada en una urbanización alejada del pueblo. Hartos del ritmo frenético de la ciudad, Paco y Matilde, ambos informáticos, decidieron trasladarse aprovechando la flexibilidad del trabajo remoto. Sus hijos, Jana, de 9 años, y Kevin, de 16, no compartían el entusiasmo. Para ellos, abandonar la ciudad significaba renunciar a sus amigos y al bullicio al que estaban acostumbrados.

Paco y Matilde, amantes de la tecnología, equiparon la casa con todo tipo de innovaciones modernas: luces inteligentes, dispositivos Alexa en cada habitación, cámaras de vigilancia en todos los rincones y electrodomésticos conectados que parecían tener vida propia.

Los primeros días fueron una maravilla para los adultos, pero los niños estaban cada vez más apáticos y aburridos. En el nuevo colegio eran objeto de burlas por ser «los pijos de ciudad». Los padres, preocupados por el aislamiento de sus hijos, decidieron organizar una tarde de juegos tradicionales para ellos y algunos niños vecinos.

Todo resultó un fracaso. Las caras largas de los pequeños lo decían todo. De repente, comenzó a llover con fuerza y todos tuvieron que refugiarse en la casa. Desesperada por entretenerlos, Matilde propuso jugar al escondite mágico. Los niños aceptaron a regañadientes, y Matilde empezó a contar mientras los niños corrían buscando escondites.

Uno se escondió en la cesta de ropa sucia, otro en la despensa, dos más en armarios del salón, y una niña llamada Lucía, de 11 años, llegó hasta la cocina, fascinada por la sofisticación del enorme horno inteligente aún sin estrenar. Sin pensarlo dos veces, se deslizó dentro, pulsando accidentalmente un botón táctil mientras cerraba la puerta tras de sí.

«…98, 99 y… ¡100! ¡Voy a buscaros!», anunció Matilde.

Mientras revisaba cada habitación, un leve susurro comenzó a resonar desde la planta baja, creciendo hasta convertirse en gritos apagados, como venidos del más allá: «¡SOCORRO! ¡SÁQUENME DE AQUÍ!».

Con el corazón desbocado, Matilde bajó corriendo las escaleras, siguiendo los gritos que ya eran auténticos alaridos de dolor. Llegó a la cocina y quedó paralizada ante la escena: Lucía, encerrada en el horno, golpeaba desesperadamente el cristal. Dentro, la resistencia superior brillaba como una brasa incandescente, quemando ya las medias y provocando ampollas en la piel de la niña.

—¡Dios mío! ¡Lucía! —gritó Matilde, abalanzándose sobre el horno para abrirlo. Tiró de la puerta con todas sus fuerzas, pero esta estaba bloqueada. El olor a piel quemada comenzó a llenar la cocina, haciendo que Matilde sintiera arcadas.

Lucía gritaba de forma desesperada, con los ojos desorbitados por el horror mientras su cabello comenzaba a arder. Matilde tomó una palanca intentando forzar la puerta, golpeándola inútilmente mientras veía cómo la niña se convertía en una antorcha humana. Los gritos agónicos de Lucía eran insoportables, una pesadilla en vivo.

Alertado por los gritos, Paco entró corriendo en la cocina. Sin comprender del todo la situación, simplemente pulsó un botón en el panel digital y la puerta cedió de inmediato. Sacó a Lucía, que aún ardía en partes de su cuerpo, la cara ennegrecida y deformada, irreconocible.

—No… no puede ser…—murmuraba Matilde, hundiéndose en un grito desgarrador mientras la realidad se desvanecía a su alrededor.

De repente, Matilde abrió los ojos sobresaltada. Estaba en su cama, empapada en sudor, respirando agitadamente. Observó alrededor: la habitación estaba tranquila, iluminada por la tenue luz del amanecer. Paco dormía plácidamente a su lado.

Con el corazón aún latiendo desbocado, Matilde se levantó despacio y se dirigió a la cocina. Todo parecía normal, demasiado normal. Se acercó al horno con un estremecimiento de miedo, observando con atención el panel La familia Rodríguez entró por primera vez a su nueva casa, situada en una urbanización tranquila a las afueras del pueblo. Habían decidido mudarse para huir del ajetreo de la ciudad, buscando sobre todo un entorno más sereno después del duro diagnóstico de Matilde. A sus cuarenta años, los médicos acababan de confirmarle una esquizofrenia incipiente que se manifestaba con delirios y alucinaciones cada vez más recurrentes.

«La tranquilidad, lejos del bullicio urbano, podría ayudar a frenar los síntomas», le había aconsejado el psiquiatra.

Paco y Matilde eran informáticos y podían permitirse el lujo de trabajar desde casa. Sin embargo, sus hijos no compartían la emoción por aquel traslado: Jana, con nueve años, y Kevin, con dieciséis, veían el cambio como una injusticia. Echaban de menos a sus amigos, su colegio y los entretenimientos de la ciudad. En la nueva escuela, ninguno se integraba bien. Eran objeto de burlas constantes, siendo llamados «pijos» o «cayetanos».

Para hacer más llevadero aquel aislamiento, Paco y Matilde equiparon el chalé con lo último en tecnología: luces inteligentes, asistentes virtuales en cada rincón, cámaras de seguridad y electrodomésticos ultramodernos que parecían casi tener vida propia.

Los días pasaban y los niños permanecían pegados a sus pantallas, ajenos al mundo exterior. Matilde, preocupada, decidió organizar una tarde de juegos tradicionales. Invitó a varios niños vecinos y trató de explicarles juegos como el parchís, las peonzas o el «pilla-pilla». Pero todo fue un fracaso rotundo. Las caras largas de aburrimiento lo decían todo.

Para colmo, empezó a llover con intensidad, obligándolos a entrar a la casa. A Matilde entonces se le ocurrió un último intento por entretenerles: jugarían al escondite mágico. Explicó las reglas con entusiasmo, tapándose los ojos mientras los niños corrían buscando refugio en armarios, alacenas y recovecos oscuros.

Comenzó la cuenta: uno, dos, tres… Los críos se dispersaron entre risas por toda la vivienda, buscando el mejor escondrijo posible. Uno acabó en la cesta de ropa sucia, otro en la alacena, dos más en diferentes armarios, y una niña, Sara, de once años, corrió hacia la cocina buscando algún sitio original. Reparó en el enorme horno, flamante e intacto, aún sin estrenar, y pensó que sería el lugar perfecto. Al entrar pulsó varios botones accidentalmente, pero no le dio importancia y cerró con cuidado la puerta tras de sí.

«…noventa y nueve, ¡cien!», gritó Matilde al terminar la cuenta, dispuesta a buscarlos. Poco a poco fue encontrando a casi todos los niños. De repente, un sonido extraño captó su atención: parecía provenir de la cocina. Eran gritos amortiguados, golpes frenéticos y súplicas desgarradoras pidiendo ayuda.

Matilde bajó corriendo las escaleras, con el corazón latiendo desbocado al reconocer la voz angustiada de Sara gritando desde dentro del horno. Cuando llegó a la cocina quedó paralizada de terror: el grill estaba encendido y, a través del cristal empañado, se apreciaba una silueta que se retorcía desesperada en su interior. La niña gritaba aterrada mientras las llamas empezaban a prender en su ropa.

Matilde tiró con violencia de la puerta, pero no cedió. Golpeó el cristal, buscó utensilios para forzar la apertura, sin conseguirlo. Su angustia se volvió indescriptible al ver cómo el cabello de la niña empezaba a arder, impregnando la cocina de un hedor nauseabundo a carne quemada. Aterrada, siguió tirando sin éxito de la puerta, que parecía estar sellada por una fuerza sobrenatural.

Sus gritos alertaron a Paco, que bajó a toda prisa desde su despacho. Desconcertado, pulsó tan solo el botón de apertura del horno y la puerta se abrió con facilidad, dejando salir una nube oscura de humo. Paco sacó al instante a Sara, cuya ropa aún humeaba, su rostro ennegrecido, marcado con profundas quemaduras y con los ojos desorbitados por el horror.

Matilde sintió que iba a desfallecer, el mundo giró a su alrededor y todo se oscureció.

De repente, despertó en una cama incómoda en una habitación oscura, con olor a medicamentos y antiséptico. Parpadeó varias veces, confusa, hasta reconocer que estaba en un hospital. Giró la cabeza con lentitud y distinguió la silueta familiar de Paco, dormitando incómodo en un sillón junto a la cama. Respiró aliviada al verlo, tratando de ordenar sus pensamientos aún confusos.

Entonces, como una visión macabra, regresó a su mente el recuerdo aterrador de Sara dentro del horno, sus gritos, el humo asfixiante, el hedor insoportable a carne quemada. Matilde sintió cómo un escalofrío le recorría la columna vertebral. ¿Había sido real? ¿O quizás todo formaba parte de las alucinaciones provocadas por su enfermedad?

Inquieta, levantó sus manos despacio, observándolas bajo la tenue luz del monitor médico. Al verlas, sintió cómo su sangre se helaba: parte de sus dedos mostraban ampollas recientes, llagas rojizas y evidentes quemaduras.

El terror se adueñó de ella, paralizándola como una estatua de sal mientras mil dudas atormentaban su mente enferma. ¿Había sucedido en verdad aquel horror, o era su imaginación la que empezaba a devorarla desde dentro?

Deja un comentario