Existen momentos en la vida que, inadvertidamente, trazan una línea invisible entre el antes y el después. En 2004, un ascenso en mi empresa fue uno de ellos. Más que una nueva responsabilidad, representó el primer movimiento de una fuerza silenciosa que ya tejía los hilos de mi destino.
Cada mañana me trasladaba desde mi hogar hasta la sede en la calle Batalla del Salado, en el corazón de Madrid, utilizando el tren de cercanías. A las 07:15, sin excepción, abordaba el primer vagón. Era una táctica simple: evitar las aglomeraciones en Atocha y salir antes por las escaleras mecánicas. Sin embargo, aquella rutina ocultaba motivos más profundos.
En ese primer vagón coincidía con Federico, colega y cómplice de nuestras partidas de ajedrez virtual. Él subía en Alcalá. Los trayectos entre estaciones se transformaban en duelos breves e intensos en nuestros teléfonos, gracias a una aplicación recién lanzada. Cinco minutos para pensar, mover, anticipar. En ese vagón, cada día, no solo viajábamos hacia nuestro destino laboral: participábamos en una partida mucho mayor, sin saberlo.
Entre las tareas habituales de mi empresa, la revisión periódica de los sistemas informáticos figuraba como un engranaje más del mecanismo institucional. Como responsable del área, debía supervisar el procedimiento mientras dos técnicos verificaban el estado de los equipos. Uno de ellos, con quien mantenía una relación cercana, era el padre de un famoso jugador de fútbol del Real Madrid. Aquel 11 de marzo teníamos programada la inspección en la delegación de Navalcarnero. Sin embargo, el día anterior me pidió cambiar la fecha. Su hijo debía renovar su contrato y él, como representante legal, debía acompañarlo. Acepté sin dudar. ¿Cómo negar ante la obligación paternal?
Aquel cambio de planes, aparentemente insignificante, resultó ser el giro más decisivo de mi existencia. Para el día 12 ya tenía concedido un descanso pendiente desde hacía tiempo, que adelanté al día anterior sin complicaciones.
El 11 de marzo amaneció sereno. Paseé a mi perro por las calles tranquilas del barrio, sintiendo la suave brisa de una ciudad aún dormida. Pero a las diez de la mañana, esa calma se quebró. Mi teléfono sonó con urgencia. Era mi hermano, con la voz entrecortada: «¿Dónde estás? ¿Estás bien?». La llamada se interrumpió. Intenté devolverla, sin éxito. Sentí una punzada helada en el estómago. Algo terrible había ocurrido. Lo supe sin necesidad de más palabras.
Al regresar a casa, compartí mi inquietud con mi esposa. Encendimos el televisor. Las imágenes eran el retrato de una pesadilla: vagones destruidos, cuerpos cubiertos, humo, gritos, caos. Cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid habían sido objeto de un atentado coordinado. Entre las 07:36 y las 07:40, diez explosiones simultáneas arrasaron con todo. Fallecieron 193 personas. Más de 1.800 resultaron heridas. El corazón de la ciudad sangraba.
En el tren que tomaba diariamente, tres bombas estallaron al llegar a Atocha. La primera en el coche 6, a las 07:37:47. La segunda, en el coche 3, un segundo después. La tercera, en el coche 1, mi vagón habitual. Allí, 34 personas perdieron la vida. Entre ellas, Federico. Su teléfono fue encontrado entre los escombros, aún abierto, con una partida de ajedrez inconclusa. La muerte lo sorprendió mientras consideraba su próximo movimiento.
Aquel día no solo arrebató vidas; dejó una fractura en la conciencia colectiva de España. Fue el mayor atentado terrorista en nuestra historia, una herida que aún no cicatriza completamente. Y sin embargo, allí no estuve. ¿Por qué? ¿Por una inspección pospuesta? ¿Por un contrato futbolístico? No lo sé. Solo comprendo que una cadena de pequeñas decisiones me mantuvo lejos del vagón de la muerte.
En los días posteriores, volví a utilizar el tren. El silencio que lo envolvía era absoluto. Las miradas se cruzaban con recelo. Las mochilas se convertían en objetos sospechosos. Aquel espacio cotidiano se tornó sagrado y terrible a la vez.
Nunca he vuelto a jugar ajedrez en el móvil. Aquella costumbre quedó asociada al recuerdo de un amigo que no retornará. A veces aún escucho su voz en mi mente, con ese humor que lo caracterizaba: «He encontrado una apertura nueva que te hará sudar, ¡perderás seguro!». Entonces comprendo que hay partidas inacabables, aunque uno de los jugadores ya no esté.
Así es el destino. Caprichoso como un niño con poder absoluto. Imprevisible como el clima primaveral. Ineludible como la propia muerte. La vida no es más que un libro; cada día una página nueva que pasamos con la inocencia de quien ignora cuándo llegará al final. Algunos ejemplares son extensos, repletos de aventuras; otros, tristemente breves, como el de Federico, interrumpido en mitad de un capítulo prometedor.
Cada amanecer pasamos una hoja más sin saber si será la última. Y mientras otros cierran sus historias, nosotros continuamos leyendo la nuestra, ignorantes de cuándo el autor supremo escribirá «Fin» y clausurará nuestro relato para siempre.
Y yo, superviviente por el azar de unas decisiones aparentemente triviales, sigo pasando páginas con la humildad de quien ha vislumbrado, aunque sea momentáneamente, la fragilidad del papel sobre el que está escrita nuestra existencia.