El despacho del doctor Aguirre era sobrio, funcional, con la luz justa para no deslumbrar pero tampoco inducir a la melancolía. Edurne se sentó en el borde de la butaca de cuero, rígida, como si esperara una sentencia en lugar de una conversación. Sus hijos, con la mejor de las intenciones, habían concertado aquella cita. «Mamá, necesitas hablar, sacar todo eso», le habían dicho. Ella había accedido solo para que la dejaran en paz, aunque la idea de desahogarse con un desconocido le resultaba tan atractiva como una nueva noticia sobre etarras homenajeados.
—Edurne, sus hijos me han contado lo mucho que ha sufrido —comenzó el psicólogo con voz pausada, buscando sus ojos. Ella mantuvo la vista fija en un punto indefinido de la estantería—. Y también la rabia que siente. Es comprensible.
—Comprensible, sí. Y necesaria —replicó Edurne, su voz era un susurro áspero—. Es lo único que me queda de él, ¿sabe? La rabia contra quienes me lo arrebataron.
—Entiendo que pueda sentirlo así —asintió Aguirre—. Pero permítame decirle algo que he aprendido con los años y con muchos pacientes que han pasado por trances terribles: odiar al enemigo es llevarlo dentro.
Edurne giró la cabeza bruscamente, sus ojos, antes esquivos, ahora llameaban.
—¿Llevarlo dentro? ¡Claro que los llevo dentro! Los llevo clavados como un puñal en el pecho cada mañana cuando me despierto y él no está. Los llevo en el eco de su risa que ya no oigo. Los llevo en las noticias, cuando veo a esos… —apretó los puños— … como héroes en mi tierra. ¿Y me dice usted que deje de odiarlos?
—No le digo que olvide, Edurne. Ni siquiera le pido que perdone si no está preparada, aunque el perdón, créame, libera más al que perdona que al perdonado. Lo que le digo es que ese odio, esa rabia tan intensa, es como si les permitiera a ellos seguir viviendo en su interior, controlando sus emociones, dictando su presente. Les da un poder sobre usted que ya no deberían tener.
—¿Poder? —Edurne soltó una risa amarga—. El único poder que tienen es el de haberme destrozado la vida. Y mi odio es la respuesta a eso. Es lo justo. Paquito, un guardia civil andaluz de la residencia, me dijo el otro día que tenía que olvidar el pasado. «Y una mierda, Paquito», le contesté. «Tú estás vivo, pero a mi marido me lo mataron de mala manera». ¿Usted cree que se puede olvidar eso? ¿Ver cómo te muestran en el telediario a tu marido acribillado en su coche, en medio de un charco de sangre, mientras los vecinos miraban con indiferencia?
El doctor Aguirre escuchaba con atención, sin interrumpir su torrente de dolor.
—No, Edurne, no se puede olvidar. Ni se debe. La memoria es fundamental. Pero una cosa es recordar a su marido, honrar su vida, el amor que compartieron, y otra muy distinta es permitir que el odio hacia sus asesinos contamine cada recuerdo, cada momento de su existencia actual. Al odiarlos, usted sigue vinculada a ellos, a su violencia. Les concede un espacio en su mente y en su corazón que deberían ocupar los recuerdos amables de Iñaki.
—¡Pero es que no puedo separar las cosas! —exclamó ella, golpeando suavemente el brazo de la butaca—. Su recuerdo está teñido de la brutalidad de su muerte. Cuando pienso en él, en su terquedad de buen vasco por no querer marcharse de Ondárroa a pesar de las amenazas, de las pintadas de «TRAIDOR», del rechazo de nuestros amigos… todo me lleva a ellos, a los que apretaron el gatillo. Incluso cuando profanaron su tumba con sus malditos símbolos. ¿Cómo no odiarlos?
—Porque al hacerlo, Edurne, ese veneno que siente hacia ellos la envenena a usted. Se convierte en una prisionera de ese odio. Usted misma citaba a Thelma Ritter en «La ventana indiscreta»: «lo que deberíamos hacer es mirar hacia dentro». ¿Qué ve cuando mira dentro de usted ahora, además de ese dolor y ese odio? ¿Hay espacio para algo más?
Edurne se quedó en silencio un momento. La frase la había descolocado. Siempre había usado esa cita para criticar el cotilleo ajeno, pero nunca la había aplicado con tanta crudeza a su propia alma.
—Miro dentro y veo la oscuridad que dejaron —murmuró—. Veo la capilla ardiente, el cura diciendo sandeces sobre el plan de Dios mientras yo solo sentía que mi fe se hacía añicos. Veo a mis hijos creciendo sin su padre. Y sí, veo un odio inmenso, como una coraza. Quizá si me la quito, me desmorone.
—O quizá, solo quizá —sugirió el doctor Aguirre con delicadeza—, aligerar esa coraza le permitiría respirar un poco mejor. No se trata de olvidar a Iñaki, sino de recordarlo sin que ese recuerdo esté permanentemente secuestrado por sus asesinos. Ellos le quitaron la vida a su marido, Edurne. No les permita que también le roben la suya, la que le queda por vivir, por muy diferente que sea. Porque al llevarlos dentro con tanto odio, les sigue dando la victoria cada día.
Edurne bajó la mirada. Las palabras del psicólogo resonaban en el despacho, frías y lógicas, pero su corazón se resistía con la fuerza de cuarenta y cinco años de duelo y rabia.
—No lo sé, doctor. No sé si puedo. O si quiero. Quizá tiene razón en sus libros, en su teoría. Pero esto es mi vida. Y en mi vida, el odio es lo único que me ha mantenido en pie, lo que me recuerda que él vivió y que lo que le hicieron fue una monstruosidad. Perdonar… dejar de odiar… sería como decir que no importó tanto. Y sí importó. Iñaki importó.
—Recordar su amor, su sonrisa cuando se le quemó la paella, sus abrazos inesperados… ¿eso no es una forma más poderosa de decir que importó? —inquirió Aguirre—. Mantener vivo su amor, no el odio a sus verdugos.
Edurne se levantó. La sesión había terminado, aunque nada parecía haber comenzado a resolverse en su interior.
—Lo pensaré —dijo, más por cortesía que por convicción. Salió del despacho dejando al doctor Aguirre con la sensación de haber chocado con un muro de dolor fortificado.
Mientras caminaba por la calle, la frase del psicólogo volvía una y otra vez: «Odiar al enemigo es llevarlo dentro». Ella siempre había pensado que los llevaba dentro como una herida abierta, como una afrenta. Pero, ¿y si también era como una cadena que la ataba a ellos, a su recuerdo ponzoñoso, impidiéndole recordar a Iñaki de otra manera? La idea era perturbadora, casi tanto como la imagen de su marido en aquel telediario de hacía casi medio siglo. Por primera vez en mucho tiempo, Edurne sintió una incómoda fisura en la sólida estructura de su odio.