El esqueleto les devolvía la mirada con sus cuencas vacías, como si llevara décadas esperando que alguien viniera a hacerle compañía. La soga aún colgaba de lo que había sido su cuello, ahora convertida en una cuerda podrida que se deshacía al más mínimo roce. Dani apartó la vista mientras Mauro se tapaba la boca para contener las arcadas.
—Maldita sea —susurró Mauro, apoyándose contra la pared pegajosa—. ¿Cuánto tiempo llevará aquí?
—No lo sé y no quiero saberlo —contestó Dani, ayudándole a ponerse de pie—. Tenemos que seguir.
Se alejaron del macabro hallazgo adentrándose en la oscuridad del túnel. La única luz provenía del móvil de Mauro, que proyectaba un haz tembloroso que apenas alumbraba unos metros por delante. Las paredes iban cambiando a medida que avanzaban: el ladrillo de barro del principio había dado paso a piedra natural, irregular y húmeda, cubierta de esa sustancia viscosa verdosa que se les pegaba a los dedos cada vez que se apoyaban para mantener el equilibrio.
—Mira —señaló Dani—, se abre el túnel.
Ante ellos se extendía una bifurcación. El túnel principal continuaba recto, pero a la derecha se abría un pasadizo más estrecho que descendía en ligera pendiente. A la izquierda, apenas se intuía otra abertura, más pequeña aún.
—¿Por dónde vamos? —preguntó Mauro, notando cómo le temblaba la voz.
Dani se detuvo, escuchando. A lo lejos, muy lejano, creía oír los pasos de Elías. O tal vez era el eco de sus propios latidos.
—Por la derecha. Parece que baja, quizás nos lleve a alguna salida.
El pasadizo se estrechaba progresivamente, obligándoles a caminar en fila india. Mauro iba delante, cojeando y maldiciendo en voz baja cada vez que la pierna herida se resentía. Dani le seguía, pendiente de cualquier sonido que indicara que su perseguidor se acercaba.
—Esto es una puta ratonera —murmuró Mauro, deteniéndose para recuperar el aliento—. Si ese cabrón nos alcanza aquí, estamos jodidos.
—No va a alcanzarnos —dijo Dani, aunque él mismo dudaba de sus palabras—. Seguimos, no podemos parar.
Las paredes ahora goteaban constantemente. El sonido del agua al caer creaba un eco fantasmal que se multiplicaba por el túnel, como si cientos de gotas cayeran al unísono en algún lugar lejano. El aire se había vuelto más denso, más difícil de respirar. Olía a tierra húmeda, a vegetación podrida y a algo más… algo que ninguno de los dos quería identificar.
—Espera —susurró Dani de repente—. ¿Has oído eso?
Se quedaron inmóviles, conteniendo la respiración. Un sonido metálico, como cadenas arrastrándose, resonó brevemente en la distancia antes de desvanecerse.
—Debe ser el viento —dijo Mauro, pero su voz sonaba poco convincente—. O tuberías viejas, no sé.
Continuaron avanzando. El túnel volvía a abrirse, formando una especie de caverna natural. Mauro dirigió la luz del móvil hacia arriba: el techo se perdía en las sombras, tan alto que la linterna no alcanzaba a iluminarlo. Estalactitas colgaban amenazadoramente sobre sus cabezas, algunas tan grandes como lanzas medievales.
—Esto parece una cueva —observó Dani, impresionado a pesar del miedo—. Como si el túnel atravesara cuevas naturales.
—Qué fuerte —murmuró Mauro, y por primera vez en toda la noche su voz no sonaba hostil. La situación estaba cambiando algo entre ellos, como si la supervivencia fuera más importante que sus rencillas anteriores.
Avanzaron por la caverna, siguiendo lo que parecía ser un sendero marcado por el paso del tiempo. A ambos lados se abrían grietas oscuras, algunas lo suficientemente grandes como para que cupiera una persona. De una de ellas salía una corriente de aire frío que les erizó la piel.
—Por ahí sopla viento —señaló Dani—. Tiene que haber otra salida.
—¿Entramos?
Dani dudó. La grieta era estrecha y se perdía en la oscuridad. No sabían qué podrían encontrar dentro, pero el aire fresco sugería que podía llevar al exterior.
—Mejor sigamos por donde íbamos. No sabemos si eso lleva a algún sitio o es solo una trampa.
Mauro asintió. La idea de meterse en un espacio aún más cerrado no le resultaba atractiva. Su claustrofobia había empeorado desde que estaban allí abajo. Salieron de la caverna por el extremo opuesto, donde el túnel volvía a estrecharse. Ahora las paredes eran diferentes: piedra más antigua, pulida por el agua durante siglos. En algunos tramos, la roca había cedido formando pequeños derrumbes que tenían que sortear con cuidado.
—Joder, tengo la sensación de que llevamos horas aquí abajo —se quejó Mauro, sentándose en una piedra para descansar la pierna.
—Yo también —admitió Dani—. Pero no puede ser tanto tiempo. Mi padre llegará a casa y se dará cuenta de que no estoy.
—Qué suerte tienes, el mío no se dará cuenta… —murmuró Mauro con amargura.
Dani le miró con curiosidad. Era la primera vez que Mauro dejaba entrever algo personal.
—¿Tu padre no está en casa?
—A saber dónde estará mi padre —contestó Mauro secamente—. Y mi madre… bueno, mi madre tiene otros problemas.
No añadió más, pero Dani intuyó que había mucho dolor detrás de esas palabras. Comenzó a ver a Mauro bajo una luz diferente. No era solo el matón del instituto; era un chaval que lo tenía jodido en casa.
—Lo siento —dijo simplemente.
Mauro le lanzó una mirada de sorpresa. No esperaba comprensión de Dani, y mucho menos disculpas.
—¿Por qué lo sientes? No es culpa tuya que mi vida sea una mierda.
—No, pero… bueno, todos tenemos nuestras movidas, ¿no?
Se quedaron en silencio unos segundos. En la oscuridad del túnel, sus diferencias parecían menos importantes.
—¿Tu madre de verdad está muerta? —preguntó Mauro finalmente.
—Sí. Cáncer. Hace dos años.
—Jo tío, lo siento.
—Gracias.
Era extraño estar teniendo esa conversación después de meses de hostilidad, pero las circunstancias habían cambiado las reglas del juego. Se pusieron de pie y continuaron caminando. El túnel ahora descendía claramente, y podían oír el sonido del agua corriendo en algún lugar cercano. El olor a humedad se había intensificado, y ocasionalmente sentían gotas cayendo desde arriba.
—Debe haber un río subterráneo —comentó Dani.
—O una cloaca gigante —añadió Mauro con su humor negro habitual.
De repente, el túnel se abrió de nuevo, pero esta vez ante algo completamente inesperado. Ante ellos se alzaba una pared de roca lisa y redondeada, como si fuera parte de una formación natural gigantesca. La forma era extraña, ovoide, y parecía bloquear completamente el paso.
—¿Qué cojones es eso? —murmuró Mauro, acercando la luz del móvil a la extraña formación.
La superficie era lisa, casi pulida, de un color grisáceo que brillaba débilmente bajo la luz artificial. No parecía natural del todo, pero tampoco artificial. Era como si hubieran encontrado un huevo gigante petrificado enterrado bajo tierra.
—No hay paso —observó Dani, examinando los lados—. Está completamente bloqueado.
Rodearon la formación buscando alguna manera de continuar, pero el ovoide ocupaba toda la anchura del túnel. A los lados, las paredes se cerraban contra la superficie lisa sin dejar el menor resquicio.
—Tendremos que volver atrás —dijo Mauro, frustrado—. Buscar otro camino.
Pero antes de que pudieran darse la vuelta, el sonido de pasos resonó en el túnel por el que habían venido. Elías los había encontrado.
—¡Na-da-dor! ¡Ya os tengo!
La voz del hombre sonaba más cercana que nunca, distorsionada por el eco, pero inconfundiblemente amenazadora.
—Mierda, mierda, mierda —susurró Mauro, buscando desesperadamente algún lugar donde esconderse.
No había ninguno. Estaban atrapados entre la formación rocosa y su perseguidor.
La luz de una linterna potente comenzó a filtrarse por el túnel, acercándose inexorablemente. Los pasos de Elías resonaban cada vez más fuerte, acompañados de su respiración agitada y ocasionales maldiciones.
—Preparaos para morir, pequeños desgraciados —gritó, y su voz llenó toda la cavidad.
Dani y Mauro se pegaron contra la pared lateral, intentando fundirse con las sombras, pero sabían que era inútil. En cuanto Elías llegara con su linterna, los vería inmediatamente.
La luz se hizo más intensa. Los pasos más cercanos.
—¡Aquí estáis!
Elías apareció en la abertura del túnel, jadeando y con el cuchillo brillando en su mano libre. Su cara había cambiado; ya no quedaba nada del vecino aparentemente cordial. Sus ojos brillaban con una locura que daba miedo, y una sonrisa torcida deformaba sus labios.
—No hay salida, ¿verdad? —dijo, avanzando lentamente hacia ellos—. Qué lástima. Iba a ser divertido cazaros por todo el túnel, pero al final va a ser más fácil de lo que pensaba.
Mauro y Dani retrocedieron hasta que sus espaldas tocaron la superficie lisa del ovoide. No tenían a dónde ir.
—Por favor —suplicó Dani—. No tienes que hacer esto. Nadie tiene por qué saberlo.
—Oh, pero yo quiero hacerlo —replicó Elías, saboreando el momento—. Llevo mucho tiempo esperando a que llegara el momento adecuado. Y vosotros… vosotros vais a ser el broche de oro. Levantó el cuchillo, y la hoja reflejó la luz de la linterna creando destellos escalofriantes en las paredes.
Fue entonces cuando algo cambió en el aire. Una corriente fría, mucho más intensa que antes, comenzó a soplar desde algún lugar indeterminado. El olor a podredumbre se intensificó hasta resultar casi insoportable.
Y entonces lo oyeron: el sonido de cadenas moviéndose.
Elías se detuvo, frunciendo el ceño. También él había notado el cambio.
—¿Qué coño…?
Un gemido largo y gutural brotó de algún lugar cercano al ovoide. No era humano, o al menos no completamente humano. Sonaba como el lamento de algo que había sufrido durante mucho, mucho tiempo.
La superficie del ovoide comenzó a brillar débilmente, como si emanara su propia luz. Las cadenas sonaron más fuerte, acompañadas de un ruido de roce, como si algo se arrastrara sobre la piedra.
—¿Qué es eso? —susurró Mauro, aterrorizado.
Elías había retrocedido algunos pasos, pero su orgullo no le permitía huir. Mantenía el cuchillo en alto, aunque ahora temblaba visiblemente.
—No sé qué broma de mierda es esta, pero no me vais a asustar —gritó, aunque su voz sonaba mucho menos segura que antes.
El gemido se intensificó, convirtiéndose en algo parecido a un grito de rabia. De repente, de la base del ovoide, emergió algo. Al principio fue solo una sombra, una forma oscura que se movía con una fluidez antinatural. Pero cuando la luz de la linterna de Elías la iluminó directamente, todos pudieron ver lo que era.
Durante una fracción de segundo, ninguno de los dos gritó. El terror era tan profundo y absoluto que paralizó cualquier reacción. La mente, enfrentada a algo que rompía todas las leyes de la realidad, se negaba a procesarlo. «No puede ser«, pensó Dani, una negación pura que era lo único que su lógica podía ofrecer. Mauro, a su lado, sintió un fogonazo de irrealidad, convencido de que su mente por fin se había roto, que aquello no era más que otra de sus visiones, una pesadilla materializada por el túnel y el pánico. Pero el hedor a tumba que emanaba de la figura y el brillo palpable de sus ojos amarillentos eran demasiado reales, anclando la escena en una verdad espantosa.
Era una mujer. O había sido una mujer. El pelo, largo y negro, colgaba en mechones grasientos que llegaban hasta el suelo. Las cadenas que habían estado oyendo estaban sujetas a sus muñecas y tobillos, cadenas que desaparecían en la oscuridad detrás del ovoide. Se movía de forma extraña, como si no estuviera del todo sólida, deslizándose más que caminando.
—¡Dios mío! —gritó Elías, retrocediendo horrorizado.
Aquella criatura fantasmagórica se irguió lentamente, y cuando abrió la boca, lo que salió no fue una voz humana sino algo parecido al chirrido de metal oxidado.
—Libre… por fin… libre…
Elías apuntó con el cuchillo hacia la aparición, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía sostenerlo.
—¡Aléjate! ¡No sé qué eres, pero aléjate!
La criatura ladeó la cabeza, como si estuviera considerando las palabras de Elías. Luego, con una sonrisa que helaba la sangre, contestó:
—Tú… tú eres como él… como el que me encadenó…
—¡Yo no he hecho nada! —chilló Elías—. ¡No sé de qué hablas!
—Mentiras… todas mentiras… como las suyas…
La criatura se lanzó sobre Elías con una velocidad sobrehumana. Él, aterrado, blandió su cuchillo y lo hundió repetidas veces en el cuerpo de la mujer, pero la hoja lo atravesaba como si fuera humo, sin dejar marca ni herida. Con un movimiento letal, ella lo sujetó por el cuello con unas manos que parecían garras y lo levantó del suelo como si fuera una simple marioneta.
—¡Soltadme! ¡Soltadme, por favor!
Pero las súplicas de Elías se ahogaron en un chillido agónico cuando la criatura lo asaltó con una furia demencial, desfigurando su cuerpo en un parpadeo. En la penumbra, Dani y Mauro apenas distinguían las formas, apenas intuían la locura de las sombras que se retorcían y saltaban como bestias hambrientas. Los chillidos de Elías se transformaron en alaridos tan agudos que parecieron desgarrar el aire, hasta que un chasquido espantoso de huesos quebrándose les heló la sangre. Después llegó un sonido húmedo, nauseabundo, como carne desgarrándose, seguido de una explosión repentina de sangre que salió disparada por toda la estancia, impactando en sus rostros, sus ropas y sus cuerpos temblorosos. Dani cerró los ojos y se tapó los oídos, pero no podía bloquear completamente los sonidos espantosos. Mauro se había puesto pálido como la cera y se había pegado tanto a la pared que parecía querer fundirse con ella. Finalmente, el silencio se adueñó del lugar, tan denso y opresivo como un sudario, mientras el eco del horror aún retumbaba en sus mentes.
Cuando se atrevieron a mirar, la criatura había desaparecido, dejando tras de sí un amasijo indescriptible de vísceras, huesos astillados y carne desgarrada. Algo que alguna vez fue Elías yacía en el suelo convertido en un espectáculo de horrores: jirones de piel colgaban como trapos ensangrentados y charcos oscuros se extendían hasta la linterna, que había rodado algunos metros y ahora iluminaba la escena con una luz trémula. Ninguno de los dos quiso acercarse; sus estómagos se revolvían ante aquella carnicería brutal, como si alguien hubiera abierto un matadero en el mismísimo infierno.
En el silencio terrible que siguió, Dani notó algo brillando cerca de los restos. Sin pensar, se acercó y, al recogerlo, un frío antinatural le recorrió la mano, un frío de cripta que no se correspondía con el metal. Por un instante, al cerrar los dedos sobre él, creyó sentir un pulso sordo, un eco fugaz de dolor y rabia que le erizó la piel. Lo examinó: era un anillo, dorado y pesado, con una inscripción que no pudo leer en la penumbra.
—Vámonos —susurró Mauro—. Vámonos ya.
Dani se guardó el anillo en el bolsillo y recogió la linterna de Elías. Era mucho más potente que la luz del móvil, y ahora la necesitarían más que nunca.
—¿Por dónde? —preguntó Dani.
Mauro señaló una abertura que no habían notado antes, al otro lado del ovoide. Debía haberse formado durante aquel horror reciente. Con el corazón desbocado y sin atreverse a mirar atrás, corrieron hacia la nueva salida, un pasillo que se extendía como una promesa incierta. El túnel se prolongaba en una oscuridad opresiva, pero la necesidad de huir les infundía una esperanza obstinada: debía existir una salida. Mientras avanzaban, el silencio entre ellos se volvió más pesado que cualquier palabra; ninguno se atrevía a dar forma al espanto que los acechaba. Aquello que habían presenciado era tan atroz y antinatural que no podían expresarlo. Sin embargo, ambos habían estado allí, juntos, testigos de un suceso que nadie más creería jamás. De algún modo perverso, esa experiencia los había unido para siempre, sellando un lazo de miedo y supervivencia que ningún otro podría entender.
El túnel parecía interminable. Corrían con la desesperación de quienes escapan del mismísimo infierno, tropezando a veces con piedras sueltas o charcos que apenas lograban distinguir a tiempo. La linterna oscilaba frenética delante de ellos, proyectando sombras grotescas en las paredes, como si la propia oscuridad los persiguiera.
—No puedo más —jadeó Mauro, deteniéndose y apoyándose contra la pared—. La pierna…
Dani se detuvo también, respirando agitadamente. Se dieron cuenta de que habían estado corriendo durante mucho tiempo sin parar. El terror les había dado fuerzas que no sabían que tenían.
—Mira —dijo Dani, dirigiendo la linterna hacia adelante—. ¿Ves eso?
A lo lejos, muy lejano, se distinguía algo que podía ser luz natural. Una luz grisácea, tenue, pero diferente de la artificial que llevaban con ellos.
—Por favor que sea la salida —murmuró Mauro.
Caminaron más despacio ahora, ayudándose mutuamente. Mauro se apoyaba en Dani cuando la pierna le dolía demasiado, y Dani lo guiaba cuando el cansancio le nublaba la vista.
—Oye —dijo Mauro de repente—. Lo que ha pasado ahí atrás…
—No ha pasado nada —le cortó Dani inmediatamente—. No hemos visto nada. No sabemos nada de Elías.
—Pero…
—Nada, Mauro. Si alguien pregunta, nosotros salimos del edificio por separado y no hemos vuelto a verlo. Estábamos cada uno en su casa. ¿De acuerdo?
Mauro asintió lentamente. Tenía sentido. ¿Quién les iba a creer si contaban la verdad? Los tomarían por locos. O peor, los acusarían del asesinato de Elías.
—De acuerdo —dijo finalmente—. Pero tío… esa cosa… ¿qué era?
—No lo sé. Y no quiero saberlo.
Siguieron caminando hacia la luz distante. Poco a poco, el túnel comenzó a cambiar otra vez. Las paredes se volvieron menos húmedas, el aire más respirable. Y definitivamente había luz natural llegando desde algún sitio.
—¡Es la salida! —exclamó Dani cuando finalmente vieron la abertura.
Salieron del túnel como si emergieran de una pesadilla. Se encontraron en un jardín descuidado, rodeado de muros altos. A lo lejos se veía una construcción que parecía un palacio en ruinas.
—¿Dónde coño estamos? —preguntó Mauro, mirando alrededor.
—No tengo ni idea, pero ese edificio del fondo me parece que es el Palacio de Aldovea ―admitió Dani—. Pero estamos fuera. Eso es lo que importa.
—Madre mía… Si ese edificio es realmente el que crees, hemos cruzado Torrejón de extremo a extremo —murmuró Mauro, atónito.
Se alejaron del túnel a toda prisa, ansiosos por abandonar aquel lugar. Tras deambular por el recinto, finalmente hallaron una verja entreabierta que los condujo hasta una carretera. Solo entonces comprendieron lo lejos que estaban del punto de partida.
—Tendremos que caminar un buen rato para llegar a casa —dijo Dani.
—Me da igual —contestó Mauro—. Mientras no tengamos que volver a bajar ahí.
Caminaron en silencio durante un rato, cada uno perdido en sus pensamientos. La experiencia los había cambiado a ambos, y sabían que nada volvería a ser igual.
—Oye, Dani… —dijo Mauro finalmente, con la voz algo rasposa. Desvió la mirada hacia el asfalto grisáceo de la carretera, como si las palabras fueran demasiado pesadas para pronunciarlas mirándole a la cara.
—¿Qué?
—Que… joder. —Mauro tragó saliva, buscando las palabras—. Gracias por todo. Lo del instituto. Fui un capullo. Lo siento, de verdad.
Dani le miró, genuinamente sorprendido. No solo por la disculpa, sino por el esfuerzo palpable que le había costado. Vio en él, por primera vez, no al matón, sino al chico que también lo tenía jodido.
—Yo también lo siento —dijo con sinceridad—. Por haberte juzgado sin conocerte.
Mauro asintió, aún sin atreverse a sostenerle la mirada por mucho tiempo. Después de un silencio que duró un par de pasos, extendió la mano, con un gesto torpe y dubitativo.
—¿Borrón y cuenta nueva, entonces?
Dani miró la mano extendida y luego a los ojos de Mauro. Por primera vez, vio algo más allá de la hostilidad. Vio a un aliado.
—Amigos —confirmó Dani, estrechándosela con firmeza. Mientras caminaban hacia casa bajo la extraña luz grisácea de la madrugada, ninguno de los dos podía imaginar que lo que habían vivido esa noche era solo el comienzo. La semana rara de Torrejón aún no había terminado, y lo peor estaba por llegar.