Lo vivido
La logística corporativa tiene a veces una lógica poética, aunque suele ser una poesía bastante mediocre. El director general, en un arranque de aparente equidad salomónica, nos convocó a los jefes de equipo de las provincias vascas y de Cantabria a un punto equidistante: Burgos. El año, si la memoria no me falla, era el previo a las Olimpiadas de Barcelona. La reunión fue una de esas jornadas maratonianas, un acto de ascetismo laboral sin pausa para la comida, donde se debatieron proyecciones y sinergias hasta que la tarde se rindió.
Como compensación por la inanición diurna, el jefe nos invitó a un conocido asador. Allí, la austeridad se tornó en exceso. Nos pusimos, como se dice vulgarmente, morados. El cordero asado crujía con una perfección obscena, la morcilla de Burgos se deshacía en la boca y el vino corría con una generosidad que nublaba el juicio. Fue una cena opípara, la clase de homenaje que precede a una mala noticia o, como en este caso, a una temeridad.
Abandonamos el asador bien pasada la medianoche. Con el estómago lleno y la cabeza pesada, lo único que deseaba era llegar a Santander. Entré en el coche y antes de arrancar abrí mi sempiterna Guía Michelin para ver la ruta más conveniente. La ideal te lleva hasta Aguilar de Campoo y de ahí a Santander pasando por Reinosa, pero vi otra mas corta que atraviesa el Puerto del Escudo, decidí seguir esa. Craso error. Me llevó por ana serpiente de asfalto mal peraltado, sinuosa y de visibilidad casi nula.
Para combatir la digestión y el aislamiento, conecté la radio. Sintonice la SER. Daban «La Rosa de los Vientos». Ironías del destino. El programa, dedicado a lo arcano, tenía cabida para ovnis, misterios y leyendas. Y justo en ese momento, el locutor comenzó a desgranar un monográfico sobre las apariciones espectrales en carreteras españolas. Genial. Como si la niebla, que empezaba a pegarse al parabrisas como un sudario húmedo, no fuera suficiente. Para rematar la faena, el presentador mencionó, con esa voz impostada del misterio, la alta incidencia de avistamientos precisamente en la carretera por donde yo transitaba. El universo, a veces, tiene un sentido del humor pésimo.
Lo observado
Sería entre las doce y la una de la madrugada. Al descender del puerto, la carretera se adentró en una zona boscosa y la niebla se volvió un muro lechoso. Acababa de pasar una pequeña aldea, apenas un parpadeo de luces, cuando sufrí un sobresalto que rozó lo fisiológico. En una curva cerrada, mis faros barrieron el arcén y la vi. Una mujer, andando sola, con una especie de vestimenta blanca o muy clara. No se volvió, solo la vi de espaldas, su silueta recortada contra la negrura. Mi primer pensamiento fue una pregunta: ¿qué demonios pintaba una mujer a esas horas, en medio de la nada, paseando?
Apenas cincuenta metros más adelante, la respuesta pareció materializarse, disolviendo mi inquietud. Un hombre caminaba también por el arcén, acompañado de un perro enorme, un mastín o un animal similar. Me tranquilicé de golpe. Lógico. Una pareja sacando al perro antes de irse a dormir. Un poco tarde para sacar al perro, pensé, pero la lógica rural es inescrutable para un urbanita como yo.
No sé si fue la tensión del momento, el frío o la ingesta masiva de viandas burgalesas, pero una necesidad fisiológica urgente comenzó a apretar. Imposible seguir. Divisé un ensanchamiento que parecía la entrada a un aserradero, con enormes troncos de árbol amontonados a un lado, y detuve el coche. Apagué el motor. El silencio fue inmediato.
Bajé, me alejé unos pasos hacia la pila de troncos y comencé la operación. Estaba en plena función, vulnerable y expuesto, cuando un gruñido sordo me heló la sangre. Alcé la vista. Una docena de pares de ojos brillantes me observaban desde la penumbra. Perros salvajes, o lobos, no quise saberlo. Avanzaban despacio, rodeándome, cerrando mi única vía de escape hacia el coche. El miedo era real, primitivo.
Cuando la cosa empezaba a ponerse peligrosa, cuando el líder del grupo ya enseñaba los colmillos, una sombra poderosa surgió de la carretera. Era el mastín. Apareció sin un ladrido, con una autoridad silenciosa, y se interpuso entre la jauría y yo. Los canes salvajes retrocedieron, gimieron y, en segundos, se disolvieron en la oscuridad. El mastín se quedó quieto un instante y luego regresó lentamente hacia la carretera.
Respirando con dificultad, me giré hacia donde recordaba haber visto a la pareja. Estaban allí, a unos treinta metros, parados en mitad de la calzada. Totalmente hieráticos. Serios, sin ninguna expresión, como dos figuras de un museo de cera. Parecían momias mirándome. Me fijé en la mujer. Tenía unas ojeras terribles, tan profundas y oscuras que me impedían verle los ojos; parecía que tuviera las cuencas vacías. Les saludé, alzando la mano en un gesto de agradecimiento. No respondieron. No movieron un músculo.
Monté en el coche, arranqué y seguí mi camino.
Las ficciones
Al día siguiente, en la oficina de Santander, la luz del día y el café caliente hacían que todo pareciera un mal sueño inducido por el cordero. Lo conté en la pausa, intentando usar la ironía como escudo. «Anoche casi me hago amigo de una manada de perros en los pantanos», dije, omitiendo los detalles más extraños.
Fue entonces cuando Javier, el compañero de Palencia, dejó su taza sobre la mesa.
«¿Por dónde paraste?», preguntó, de repente serio.
«No sé», respondí, «cerca de un pueblo llamado Bollacín, creo. Había un aserradero».
Javier palideció.
Hace años, una madrugada sin luna, un camión se precipitó por una de las curvas sin frenar. En su camino, arrastró a una pareja que paseaba con su perro. Los cuerpos fueron hallados al amanecer, tendidos sobre el asfalto, como si aún se abrazaran en el último instante. El mastín, herido pero vivo, se negó a abandonar a sus dueños. Cuando llegaron las ambulancias, se interpuso entre los cuerpos y los sanitarios, gruñendo con una fiereza que solo nace del amor y la pérdida.
Desde entonces, hay quienes aseguran haber visto a los tres —el hombre, la mujer y el perro— caminando por la misma curva, siempre al filo del amanecer. No hablan, no miran, solo avanzan en silencio, como si repitieran eternamente su último paseo.
Guardé silencio. Entré en ese bucle en el que la mente se niega a procesar lo que no comprende. A diferencia de quienes tienen fe, mi pragmatismo me protege de casi todo lo que escapa a la razón. Aun así, siempre queda un poso de duda.
No quiero pensar que eran ellos. Me niego a conectar los puntos. Pero aquella noche, en esa carretera, la realidad pareció suspenderse por un instante. Y, francamente, prefiero creer que le debo la vida a un espectro con buenas pulgas.