Sinfonía para router y niño

Javier atravesó el umbral del hotel con la fe de un peregrino que cree haber encontrado, por fin, un oasis en el desierto de la rutina. El plan era sencillo: alcanzar un estado de coma voluntario y temporal. Afuera, un martes lluvioso se esforzaba en representar el drama del otoño, sin mucho éxito. En el mostrador, una recepcionista le dedicó una sonrisa que parecía diseñada en un laboratorio de optimismo corporativo: perfecta, brillante y completamente desprovista de alma. Un glaseado de amabilidad sobre un pastel de absoluta indiferencia.

—Bienvenido —dijo la autómata, deslizando una tarjeta de plástico por el mostrador. Era la llave del paraíso, o al menos de la habitación 308, que para un hombre en su estado de privación de sueño era prácticamente lo mismo.

El cuarto olía a esa nada química que los hoteles llaman «limpio». Javier ignoró la maleta, ese lastre de su vida profesional, y se arrojó a la cama con la solemnidad de un mártir. El colchón, firme como la determinación de un acreedor, lo acogió. Cerró los ojos y, por un instante glorioso, el silencio fue solo un leve zumbido electrónico, la respiración白 del edificio. Una trampa, por supuesto.

El primer lamento llegó como una aguja sónica. Al principio, su cerebro, optimista y traidor, intentó catalogarlo como el fallo de una tubería o un gato con problemas existenciales. Pero la queja creció, se afinó y se reveló en todo su esplendor: el llanto de un Homo sapiens en su versión más reciente y ruidosa. No era el llanto honesto del hambre o de un pañal comprometido. No. Este era un manifiesto sonoro, un lamento de primer mundo con la potencia de una turbina y la disciplina rítmica de un metrónomo alemán. Un prodigio.

Tras unos minutos de contemplación acústica, Javier procedió con el protocolo estándar del vecino civilizado: golpear la pared con el puño. El impacto fue seco y violento, un estallido de pura frustración que le estremeció el brazo y lo sobresaltó a él mismo con su propia ira. La pared, en un acto de solidaridad pasiva, le devolvió un sonido hueco. El niño, por su parte, interpretó la percusión como una invitación a explorar su registro de soprano. El vibrato se intensificó.

Rendido, bajó a recepción. Su aspecto —pelo revuelto, camisa que había conocido mejores momentos— contrastaba hermosamente con la impecable coreografía de la entrada. La sacerdotisa de la hospitalidad seguía en su puesto, ahora con la expresión de quien contempla los misterios del universo en un salvapantallas.

—Perdone —articuló Javier, con la voz de un hombre al borde de la capitulación—, ¿el concierto de la habitación contigua tiene intermedio?

La recepcionista lo miró, levantando los hombros y arqueando los ojos en señal de desconcierto.

—Hay un niño que no para de llorar —añadió Javier, al ver su estado de incomprensión.

Sin que su sonrisa manufacturada sufriera la más mínima alteración, parpadeó, procesando la información.

—Ah, sí —replicó, y su tono contenía la calma de quien ha alcanzado el nirvana de la indiferencia laboral—. Es el hijo del dueño. Le da por llorar cuando se le cae el Wi-Fi. Ya ve el router, el de las lucecitas verdes. Cuando se pone rojo, empieza el drama.

Silencio. Javier asimiló la revelación. Era perfecta. Era la síntesis definitiva de la era digital. No era culpa de nadie, era un fallo del sistema. El bienestar emocional de una criatura dependía directamente de la intensidad de una señal inalámbrica, de un aparato con luces de colores. El enemigo era invisible, etéreo; un malvado proveedor de servicios de internet. Contra eso no se podía luchar, solo se podía aceptar. Era el absurdo cósmico servido en la recepción de un hotel de tres estrellas.

—Claro —respondió Javier, con una sonrisa que ahora competía en falsedad con la de ella—. La lógica es aplastante.

Subió a su cuarto como un soldado que regresa del frente, derrotado no por el enemigo, sino por la estupidez de la guerra. El aria infantil continuaba. Al pasar por la puerta contigua, creyó ver, bajo el vano, el parpadeo rojo y iracundo del router, un latido electrónico de cólera. De su neceser extrajo unos tapones para los oídos, esos pequeños diques de cera contra el océano de la modernidad.

Mientras se los ajustaba, cancelando el sonido del progreso, tuvo un pensamiento aterrador.

—Solo queda rezar —murmuró a la almohada— para que no descubra las maratones de series en streaming. Entonces sí que necesitaremos una intervención de la ONU.

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