
NOTICIA: Safari humano en Sarajevo: cuando la crueldad no tiene límites
La Fiscalía de Milán está investigando una macabra red de «turistas de guerra» que habrían participado en el asedio de Sarajevo en los años 90 como francotiradores, pagando por disparar a civiles…
– – – – –
Arthur cerró la pestaña de las proyecciones trimestrales. El zumbido de la oficina de Canary Wharf era un ruido blanco que ya no oía. Estaba aburrido. Terriblemente aburrido. Un aburrimiento tan profundo que dolía, un pozo que ni el último bonus, ni el Porsche en la cochera, ni sus escapadas de fin de semana a las Dolomitas podían llenar.
Abrió la otra pestaña. La que no tenía historial. El navegador encriptado tardó un segundo en cargar la web. El diseño era minimalista, elegante. «Experiencias Exclusivas para el Hombre que lo Tiene Todo». Debajo, el catálogo.
• Safari en Kenia (Clásico).
• Buceo en Jaula, Sudáfrica (Agotado).
• Esquí Extremo, K2 (Alto Riesgo).
• Sarajevo (Nivel Avanzado).
Arthur hizo clic en la última. Un simple formulario. Sin detalles, solo una transferencia a una cuenta numerada. Sintió un cosquilleo, el mismo que sintió al cerrar su primer millón de libras. Era la sensación pura del poder absoluto. Y viajó hacia ese vacío con el mismo gesto con el que otros reservan un hotel.
Dos semanas después, estaba en un nido de francotirador en lo alto de un edificio reventado. El hotel de lujo, sospechosamente intacto, quedaba a diez minutos en un jeep blindado. El «guía», un hombre local con ojos muertos y un inglés decente, le ajustó la mira del Dragunov.
El aire olía a pólvora fría, a hormigón húmedo y a café recalentado.
—No pienses —le susurró el guía, su aliento oliendo a tabaco rancio—. No son personas. Son siluetas. Objetivos. Es un juego, Arthur. El último juego.
Arthur asintió, sintiendo el metal frío contra su mejilla. Había cazado ciervos en Escocia, pero esto era diferente. El animal, al fin y al cabo, no mira a los ojos. No lleva bolsas de la compra.
Miró por la lente. La óptica acercaba el mundo, aplanándolo, convirtiéndolo en un escenario bidimensional. La calle era una cicatriz gris. Se tomó su tiempo, barriendo el paisaje. El guía esperaba, paciente. Vio una mancha de color, un abrigo rojo, una mujer corriendo sola. Demasiado fácil. Vio a un anciano apoyado en un muro, casi inmóvil. Aburrido. Vio a una pareja joven cruzar un claro, tomados de la mano. Casi tentador.
Y entonces, la vio.
Una mujer que caminaba con una determinación lenta y fatal. No corría. Llevaba una bolsa de la compra en una mano y un niño pequeño en brazos.
Arthur centró la mira en ella. El niño tendría dos, quizá tres años. La mujer le susurrabla algo, meciéndolo. Arthur se humedeció los labios.
—Esa —dijo en voz baja.
El guía soltó una risita seca, casi un silbido. Bajó sus propios binoculares. —Ah. Buena elección. Veo que es un conocedor. Esa es una pieza premium, Arthur. —¿Qué significa eso? —Significa que esa… esa es especial. Doble blanco, alta dificultad emocional. Son cien mil libras extra. Cargadas a su cuenta, por supuesto.
Arthur no apartó la mirada de la mira. Cien mil libras. El precio de su aburrimiento. —Acepto —dijo. —Es suya.
Arthur dejó de respirar. La mujer y el niño dejaron de ser humanos. Eran el centro de la retícula. Eran la solución a su aburrimiento. Eran un reto de cien mil libras.
Contuvo la respiración, calculando el leve movimiento. Apretó el gatillo.
El culatazo fue seco, honesto. Una vibración limpia que le recorrió el hombro.
A través de la mira, el resultado fue perfecto. La bala atravesó limpiamente la cabeza del niño y, en su trayectoria descendente, el corazón de la mujer. Cayeron como un solo bulto, un colapso instantáneo. La bolsa de la compra se rasgó al golpear el suelo, derramando unas patatas por el pavimento gris.
Hubo un segundo de silencio absoluto. Un vacío perfecto.
Esta vez, no hubo gritos. Nadie se atrevía a salir a por ellos.
Arthur soltó el aire. No sintió remordimiento. No sintió excitación. No sintió nada. Y esa ausencia de sentir era, paradójicamente, lo más intenso que había experimentado en años.
—Bien hecho —dijo el guía, dándole una palmada en la espalda—. Limpio. El bar del hotel tiene un brandy excelente. Has pagado por la experiencia premium.
Esa noche, cenó un filete importado mientras comentaba la «puntería» con un ejecutivo francés y un estadounidense que trabajaba en petróleo. Hablaban de armas como hablaban de palos de golf.
El aeropuerto de Heathrow le recibió con su luz blanca y estéril. El olor a desinfectante y a café caro le hizo sentir en casa.
—¡Papá!
Su hija Emily, de seis años, corrió hacia él, sus zapatillas iluminándose a cada paso. Arthur soltó el equipaje de mano y la levantó en brazos. Ella olía a champú de fresa y a inocencia.
—¿Qué tal el viaje de trabajo, cariño? —preguntó su mujer, dándole un beso corto en la mejilla.
—Largo —contestó él, sonriendo—. Pero productivo.
Le entregó a Emily el oso de peluche que había comprado en el duty free de Zúrich.
—¡Un osito! —chilló ella, abrazando el juguete.
Arthur la abrazó a ella y a su mujer. Mientras sentía el pequeño cuerpo de su hija contra el pecho, su hombro derecho aún recordaba el fantasma del culatazo. La hipocresía no era una contradicción; era una capacidad. La capacidad de compartimentar, de separar al hombre que aprieta el gatillo del padre que compra peluches.
Un mes después, Arthur estaba en una cena benéfica en el Savoy. El evento era para «Salvar a los Niños de la Guerra».
—Una tragedia lo de Bosnia —comentó un colega, mientras saboreaba el champán. —Una barbaridad —contestó Arthur, ajustándose el esmoquin.
Más tarde, pujó veinte mil libras por un cuadro impresionista, donando el dinero a la causa. La sala aplaudió su generosidad. «Un buen hombre, Arthur», oyó que alguien susurraba.
Él sonrió. Brindó. Y por un instante, mientras el cristal cortado chocaba contra el de su colega, no sintió absolutamente nada. Y eso, descubrió, era el verdadero poder.
Reflexión: La Capacidad de Deshumanizar
Lo que una historia como esta revela no es que existan monstruos entre nosotros. Eso ya lo sabíamos. Lo que revela es que la monstruosidad puede ser perfectamente compatible con la normalidad.
El salto de cazar un animal exótico a cazar a un ser humano no es tan grande como nos gustaría creer. Es apenas un paso. Un pequeño ejercicio de deshumanización, de convertir al otro en silueta, en objetivo, en «nada».
La distancia física crea distancia moral. A través de una mira telescópica, la víctima es apenas una figura. No tiene nombre, ni historia, ni familia que espera su regreso. Es un blanco. Y cuando reduces a un ser humano a un blanco, has realizado el truco de magia más antiguo de la violencia: has eliminado su humanidad sin mancharte las manos de sangre real. Disparas, la figura cae, y regresas al hotel a tomar una copa.
Estos hombres no son aberraciones. Son solo la expresión más descarnada de algo que todos llevamos dentro: la capacidad de deshumanizar cuando conviene, de mirar hacia otro lado cuando duele, de racionalizar lo irracional cuando nos beneficia.
La diferencia es solo de grado, no de naturaleza. Ellos cruzaron una línea que la mayoría nunca cruzará. Pero la línea siempre ha estado ahí, tentadora, esperando a que alguien decida que no hay razón para no cruzarla. Y eso, más que cualquier bala, es lo que debería quitarnos el sueño.