Un engaño necesario

ARGUMENTO:
Un niño aterrado se niega a ir al dentista. El padre simula una llamada telefónica prometiéndole ir al zoológico después. El niño, ahora ansioso, corre al dentista mientras el padre busca cómo resolver su mentira.

——-


Nueva York, 1962
El niño había comenzado a llorar tres calles antes de llegar al consultorio. No eran lágrimas dramáticas, sino ese llanto filosófico de quien comprende una verdad existencial: el doctor Feinberg lo esperaba con sus herramientas.
—Parece un huevo gigante con brazos —había descrito el niño esa mañana—. Un huevo calvo que suda cuando se acerca a tu boca.
El padre no podía contradecirlo. El doctor era, en efecto, una criatura de cuento de los hermanos Grimm. Calvo como una rodilla, con una barriga que desafiaba la gravedad y unos dedos que parecían salchichas en guantes de látex.
Tuvieron que detenerse porque el niño amenazaba con vomitar. Fue entonces cuando el padre vio la cabina telefónica y tuvo una revelación. No era ética, pero era todo lo que tenía.
—¿Y si vamos al zoológico después? —propuso.
—El zoológico solo abre los domingos —replicó el niño con el escepticismo brutal de quien conoce las reglas del mundo.
—Quizá hoy sea diferente. Déjame llamar para confirmar.
Entraron en la cabina. El padre introdujo la moneda con solemnidad y marcó el número de su propia oficina vacía.
—¿Aló? ¿Es el zoológico del Bronx? —comenzó su actuación—. Quería confirmar el horario de hoy.
El niño lo observaba con ojos muy abiertos. El padre asintió gravemente al teléfono mudo, frunciendo el ceño.
—Ajá. ¿Y los leones están visibles? Excelente. Hasta mediodía, perfecto.
—¿De verdad está abierto? —susurró el niño, la incredulidad batallando contra la esperanza.
—Apertura especial. Día de puertas abiertas. Pero tenemos que darnos prisa.
—Primero el dentista. Después de la consulta vamos directo a los leones. Te lo prometo.
Algo mágico ocurrió. El rostro del niño se iluminó con una sonrisa que podría haber derretido glaciares. El doctor dejó de ser Satanás para convertirse en un mero trámite burocrático.
Ahora el niño lo arrastraba hacia el consultorio. En el taxi, se había transformado en un torrente verbal imparable, planeando su safari con la eficiencia de un general.
El padre asentía, pero por dentro experimentaba lo que los filósofos llaman «angustia». ¿Qué haría cuando llegaran al zoológico y las puertas estuvieran cerradas? Podía inventar un accidente con un hipopótamo, una huelga de cuidadores… pero el niño ya no creía en cuentos de hadas.
La cita fue sorprendentemente rápida. El doctor Feinberg trabajó con eficiencia germánica mientras el niño soñaba con tigres. Veinticinco minutos después estaban en la calle.
—¡Al zoológico! —gritó el niño con euforia.
El padre respiró hondo. Había llegado el momento de enfrentar las consecuencias de su ficción.
—Al zoológico del Bronx, por favor —le dijo al taxista con el tono de quien ordena su propia ejecución.
El conductor se giró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Ah, sí, hoy es el día de puertas abiertas. Van a tener suerte, porque normalmente está cerrado entre semana. Solo lo hacen un miércoles al mes.
El padre se quedó paralizado. La realidad acababa de hacerle una zancadilla cósmica. Su mentira desesperada se había convertido en verdad profética, demostrando que en el juego de la paternidad, a veces el universo conspira para convertir nuestras artimañas en profecías autocumplidas, dejando a los padres no como mentirosos, sino como adivinos involuntarios frente a la mirada cada vez menos ingenua de sus hijos.

Deja un comentario