
La ciudad se había secado, y nadie fue capaz de imaginar lo que vendría después.
El polvo lo devoraba todo: calles, recuerdos, voces. No fue un estallido, sino un apagón lento, casi educado, que borró primero los colores, luego las certezas y, por último, la soberbia humana. Mateo, el anciano, lo llamaba El Colapso: la derrota de la arrogancia frente al silencio del planeta. Diez años de sequía bastaron para desmontar todo lo que antes parecía indestructible. Ni pompa ni lujo: solo quedaba el instinto de sobrevivir y una hambre antigua que raspaba por dentro.
Luna, pequeña y flaca como un hilo de sombra, tropezó con un montón de cascotes. Allí había estado la biblioteca municipal, un refugio de certezas que ahora solo ofrecía ruinas y huecos. Al remover la tierra reseca, sus dedos rozaron un volumen enterrado. Lo sacudió con cuidado. En la portada, casi borrado, un título resistía como una raíz terca: Lo que duerme bajo nosotros.
Mateo avanzó hacia la hoguera donde los niños compartían el poco calor que quedaba. Sus articulaciones protestaban en cada paso, recordándole que también él estaba a punto de secarse. Era el mayor de los supervivientes y, en ese paisaje de mendigos del porvenir, su única riqueza era la memoria: frágil, fragmentada, pero todavía viva.
Antes de la gran sequía, antes de que el mundo se rindiera, había sido crítico de vinos: un arquitecto de adjetivos cuyo trabajo consistía en convertir un trago ácido en poesía rentable. Resultaba grotesco recordar que alguien le pagaba por decir si una botella sabía a piedra volcánica o a bosque en noviembre. Había sido una vida deliciosa… y, en el fondo, una mentira.
Luna abrió el libro. Su voz, clara como el agua que ya no manaba de ningún grifo, pronunció las primeras palabras.
—«An… tes de… to-do es… to… yo cre-í-a que los se-cre-tos de la tie-rra se me-dí-an en ta-ni-nos…»
A Mateo le recorrió un escalofrío. Reconoció esa frase. Ese pulso. Ese miedo.
El libro era suyo.
—¿Qué son taninos? —preguntó un niño, frunciendo la nariz como si la palabra oliera raro.
Mateo se sentó en una roca. Sintió la dureza en la espalda, pero no se movió. Había llegado el momento de contar la verdad.
—Los taninos —dijo— son lo que hace que algunas cosas sepan ásperas. Esa sensación seca en la boca, como cuando muerdes una bellota verde. Yo… —respiró— yo vivía de distinguir entre un áspero y otro. Me pagaban por eso. Por opinar. Por viajar a lugares hermosos mientras el mundo se desmoronaba y fingíamos que no pasaba nada.
Los niños soltaron una risa nerviosa, casi incrédula. Un trabajo que no fuera buscar leña o cultivar les sonaba tan absurdo como un cuento de hadas contado al revés.
—¿De verdad te pagaban por… eso? —insistió Luna.
—Por eso —repitió Mateo, y su sonrisa fue una grieta luminosa en su rostro seco—. Hablaba de mineralidad calcárea, de tensión aromática, de adrenalina dorada. Y mientras yo hacía metáforas para gente que no tenía hambre, los glaciares se derretían. El mundo nos ofrecía la verdad amarga, la aspereza real, y nosotros la cambiábamos por placer en botella.
Hubo un silencio breve. No era la quietud del miedo, sino esa clase de pausa en la que alguien empieza a comprender algo que quizá preferiría no saber.
Desde la hoguera, una chispa saltó y se apagó de inmediato. Ese leve estallido, tan simple, arrastró a Mateo hacia el recuerdo de Sofía: la última mujer a la que vio antes de que todo ardiera. Una despedida corta, sin promesas, bajo un cielo rojizo que parecía tener prisa por morir.
Luna acarició la tapa del libro.
—¿Por qué lo escribiste?
Mateo tardó en responder. Miraba las páginas como si no fueran suyas, como si las hubiera escrito otro hombre, uno joven y arrogante.
—Porque creí que alguien debería acordarse —murmuró—. No pensé que sobreviviría nadie para leerlo, y menos unos niños. Pero si alguna vez teníamos que aprender algo, era esto: que la aspereza, lo que raspa, lo que incomoda, suele ser donde está escondida la verdad.
Los niños escuchaban en silencio. Incluso el más inquieto mantenía la mirada fija en el libro abierto, como si temiera que las palabras se escaparan.
Un ruido lejano —quizá el crujido de un tejado a punto de ceder, quizá un animal— tensó por un instante el círculo. Luna apretó el libro contra el pecho. Mateo se incorporó despacio, observando el horizonte violeta en el que el sol parecía ahogarse cada tarde.
—Ese libro —dijo— ya no me pertenece. Ahora es vuestro. Yo solo puedo deciros lo que no supimos entender: la verdad sigue ahí, aunque la escondamos bajo mil capas de dulzura. El mundo cayó porque dejamos de escucharla.
No predicaba. No acusaba. Solo contaba lo que había visto.
Luna abrió el libro por otra página y sonrió con timidez. Por primera vez en mucho tiempo, Mateo sintió algo parecido a la esperanza. Una chispa tenue, frágil, pero obstinada.
—No importa si no recordamos todo —continuó él—. Importa que aprendamos a reconocer la aspereza cuando llega. Que no la suavicemos. Que no la cambiemos por un engaño bonito.
El viento sopló débilmente, levantando un hilo de polvo que pasó entre ellos como una advertencia antigua, siempre repetida y siempre ignorada.
La noche se acercaba. Las brasas se encendieron con un fulgor más íntimo. Y Mateo, observando a Luna convertida en custodio inesperado de una memoria que él mismo había enterrado sin querer, comprendió que la pregunta no era si su civilización pudo evitar el final.
La pregunta —susurrada en la oscuridad que crecía a su alrededor— era si la siguiente sabría escucharlo.
Y esa noción áspera y luminosa, pensó Mateo, era tal vez lo más parecido a la gloria que les quedaba.