El Peso de los Libros

I. Anatomía del insomnio
Biblioteca de Veterinaria, Rabanales, 03:17
El café de la máquina sabía a monedas oxidadas y a rendición. Mateo lo bebía porque la alternativa era admitir que llevaba seis horas contemplando la misma página del Netter, un muro de papel impenetrable que se burlaba de él con cada uno de sus jeroglíficos incomprensibles.
Clic-clic-clic. Alguien torturaba un bolígrafo Bic tres mesas más allá, un martilleo sordo que se filtraba en el silencio. La calefacción resollaba como su abuelo después de subir las escaleras de casa. Todo olía a desesperación líquida y a esa mezcla de ambientador institucional y sudor frío que solo existe en las universidades después de medianoche.
Su móvil parpadeó: Mamá, 23:47: «¿Has cenado ya, mi alma?»
Mi alma. Como si tuviera ocho años y volviera del colegio con las rodillas peladas y un gorrión moribundo en las manos. «Mamá, se ha caído del nido.» «Tranquilo, cariño, tú sabes curarlo.» Y él, creyéndose que podía curar el mundo. ¿Cuándo había empezado a mentirse? ¿Cuándo había decidido que curar pajaritos era lo mismo que querer ser veterinario?


II. Carta nunca enviada
WhatsApp, borrador, 14:23
Para: Papá. Papá, tengo que contarte algo sobre la carrera… ¿Te acuerdas cuando era pequeño y me llevabas a la clínica del señor Manuel? ¿Te acuerdas que decías «mira qué manos tiene el niño, va a ser un gran veterinario»? Pues resulta que…
[Borrado. Todo borrado]
III. La clínica del señor Manuel
Puente Genil, sábado anterior
La clínica veterinaria olía exactamente igual que veinte años atrás: a desinfectante, a pelo mojado de perro y a esa melancolía particular de los lugares donde la vida se decide a cara o cruz.
Don Manuel había envejecido mal. Manos temblorosas y con las venas marcadas, espalda jorobada, esa mirada cansada de quien ha visto demasiados animales morir innecesariamente. Al estrechar la mano de Mateo, un ligero temblor le recorrió los dedos, un tic de artritis que Mateo no había notado de niño.
—¿Mateo? ¿El hijo de Pepe el de las ambulancias? —El mismo. —Cuánto has crecido. Tu padre me dijo que estudias Veterinaria en Córdoba.
La consulta era un cuarto pequeño y agobiante. Una mesa metálica manchada, un armario con medicamentos caducados, un póster de anatomía canina que se caía por una esquina. En el suelo, una perra mestiza gemía mientras don Manuel le palpaba el vientre hinchado.
—Piometra —dijo sin mirar a Mateo—. Habría que operarla, pero la dueña no tiene ni para la consulta. —Suspiró, y el aire que exhaló olía a los cuarenta años que llevaba en el negocio—. Así que le doy antibióticos, rezo un poco, y a esperar que no se me muera en dos días.
Mateo observó las manos arrugadas de don Manuel. Ahora veía las manchas de vejez, los cortes mal curados, y el temblor casi imperceptible que delataba una batalla silenciosa.
—¿Tú qué harías? —preguntó don Manuel.
—En la facultad nos dicen que la piometra requiere cirugía urgente o…
—En la facultad. —Don Manuel soltó una risa seca—. Aquí las perritas se mueren por culpa de los recibos de la luz, no por falta de conocimiento veterinario.
La perra lo miraba con esos ojos que había visto en todos los animales heridos de su infancia. Pero ahora entendía algo que a los ocho años no podía comprender: que a veces no puedes salvarlos. Que a veces no es cuestión de conocimiento sino de dinero. A veces curarse de la vocación es más doloroso que no tenerla.


IV. Elena observa
Biblioteca, 01:45
A Elena le gustaba observar a la gente cuando no sabía que la observaba. Era una deformación profesional, supuso. El chico de la mesa de la ventana llevaba tres días durmiendo allí. Se le notaba por cómo se le pegaba el pelo a la frente del lado derecho, marca de mesa. Estudiaba Veterinaria. Lo sabía por los libros: anatomía animal, fisiología, todo eso que su madre llamaría «estudiar algo útil, no como la psicología».
Decidió acercarse. No porque le gustara, sino porque reconocía esa expresión. Era la misma que veía en el espejo durante su primer curso, cuando descubrió que había elegido psicología para contradecir a sus padres, no porque tuviera vocación.
Resulta curioso cómo nos mentimos, pensó. Ella tardó ocho meses de terapia y dos ataques de pánico en darse cuenta.


V. El encuentro
Misma biblioteca, 01:47
Se acercó sin avisar, como hacen las personas que han decidido que su opinión es necesaria para el mundo. Pelo recogido con una goma que había conocido días mejores, gafas de pasta, y esa expresión de quien permanentemente está analizando información.
—¿Tú eres el que tiene beca de excelencia académica? —Mateo. Tuve beca, sí. ¿Por? —Elena. Psicología, cuarto curso. —Se sentó sin pedir permiso—. Pregunto porque tengo curiosidad sobre cómo la gente gestiona el síndrome del impostor.
—¿El qué?
—Llevas tres días durmiendo aquí, bebes café como si fuera suero y tienes esa expresión de «qué hago yo en este sitio» que reconocería a kilómetros. Sacó un termo. —¿Poleo?
—¿Poleo? —Con manzanilla. Mi abuela de Montilla dice que tranquiliza. Mi psiquiatra dice que es placebo. Como los dos funcionan… —Se encogió de hombros—. ¿Puedo hacerte una pregunta incómoda?
—¿Por qué estudias Veterinaria si cada vez que abres un libro parece que estés leyendo tu propia esquela? Directo, sin anestesia.
—Porque…
—¿Por qué qué? ¿Por qué de pequeño curaba gorriones? ¿Por qué mis padres pueden decir en el bar que su hijo es casi veterinario?
—Porque se supone que es lo que debo querer.
—Ah, el clásico. Yo tengo la versión contraria: estudio lo que quiero pero que se supone que no debería querer. Mis padres creen que la psicología es charlatanería cara para gente que tiene demasiado tiempo libre.
—¿Y tú qué crees? —Que tienen razón y se equivocan al mismo tiempo. Es una habilidad que desarrollas en terapia: vivir con la contradicción sin volverte loca.
—¿Y qué hacemos con eso? —pregunté.
—No lo sé. Pero creo que admitirlo ya es algo.


VI. Mensaje de texto
Domingo, 11:23
De: Mamá. Mi alma, ¿cómo llevas los estudios? No te agobies mucho, que lo importante es que estés bien.
Para: Mamá. Mamá, ¿crees que estaríais orgullosos de mí aunque no fuera veterinario?
De: Mamá. Ay, hijo mío, nosotros ya estamos orgullosos. Tú eres nuestro niño, seas lo que seas.
Para: Mamá. ¿Y si no sé lo que quiero ser?
De: Mamá. Pues aprende a no saberlo. Que no pasa nada por estar perdido un tiempo.
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