Era un jueves de julio cuando recibí mi primera nómina. La cantidad no resultaba espectacular —mil doscientos euros que, tras el filtro del alquiler compartido, los recibos y el abono transporte, quedaban en poco más de trescientos—, pero representaban mucho más que dinero. Ese numerito en mi cuenta bancaria significaba independencia, madurez y, sobre todo, la posibilidad de cumplir la promesa que le hice a mi abuelo.
—¡Ya está aquí! —grité nada más entrar por la puerta de casa de mis padres, donde mi abuelo Jacinto vivía desde que murió la abuela hace tres años.
El abuelo permanecía, fiel a su costumbre, sentado en su butaca verde junto a la ventana del salón, con su eterno bastón de madera de cerezo apoyado contra el reposabrazos. A sus noventa y dos años, conservaba una lucidez envidiable y una postura recta que desafiaba la lógica de la columna vertebral nonagenaria.
—¿Ya está el qué, Paulilla? —me preguntó sin apartar la vista del documental sobre la migración de las ballenas jorobadas.
—Mi primera nómina, abuelo. Este fin de semana nos vamos a La Alberca.
Vi cómo sus ojos abandonaban las profundidades marinas para fijarse en mí. En ellos brillaba algo que no notaba desde hace mucho tiempo. En su mirada color avellana —idéntica a la mía, según decía mi madre— apareció un destello juvenil, equivalente a quitarle cincuenta años de encima con una simple frase.
—¿Lo dices en serio, Paula? —Su voz sonaba incrédula, casi infantil.
—Tan en serio como que me llamo Paula Fernández Sánchez y que me acaban de pagar por diseñar campañas publicitarias de compresas que prometen cambiarte la vida cada veintiocho días.
El abuelo Jacinto se rio con esa risa suya que siempre me pareció un tesoro familiar, una mezcla perfecta entre carcajada y tos que culminaba en un suspiro de satisfacción.
—¡Prepara la maleta entonces! —exclamó mientras intentaba incorporarse, apoyándose en su bastón—. Y no te vayas a llevar esos pantalones rotos que tanto te gustan. En mi pueblo las cosas se rompen cuando ya no sirven, no antes.
Puse los ojos en blanco mientras sonreía. Típico comentario del abuelo.
—Se llaman vaqueros desgastados, y costaron más que unos nuevos, para que te hagas una idea de lo absurdo del mundo de la moda —le contesté mientras me acercaba para darle un beso en la frente.
—Pues, más tonta tú por comprarlos —sentenció, y volvió a reírse de su propio chiste.
La verdad es que llevaba prometiéndole este viaje desde que terminé la carrera. “Cuando encuentre trabajo y cobre mi primer sueldo, te llevaré a tu pueblo”, le dije una noche mientras cenábamos. Era uno de esos momentos en que lo expresas sin pensar demasiado, tal cual prometes dejar de comer chocolate o empezar a ir al gimnasio. Pero a diferencia de esas promesas destinadas a morir en el olvido de las buenas intenciones, esta echó raíces en mí.
El abuelo Jacinto no visitó La Alberca durante más de cincuenta años. Medio siglo sin pisar las calles empedradas donde aprendió a caminar, sin ver la plaza Mayor donde jugaba al escondite, sin respirar el aire serrano que lo vio crecer. Cincuenta años son muchos para estar lejos de donde uno nació, por muy a gusto que estuviera en Madrid.
Aquella noche apenas dormí. Entre la emoción del primer sueldo —que, aunque escaso, era SUELDO, así, en mayúsculas— y los preparativos del viaje, mi cabeza no paraba de dar vueltas. Consulté varias veces mi móvil para comprobar las reservas: dos noches en el Casa Rural Espeñitas, un establecimiento con encanto ubicado en pleno centro histórico de La Alberca. Superaba lo que mi bolsillo podía permitirse con comodidad, pero qué diablos, esta ocasión lo merecía.
El viernes por la mañana cargué las maletas en mi Peugeot 206 de segunda mano —o de tercera, o quizás de cuarta, viendo el estado del embrague—. Mi padre ayudó al abuelo a sentarse en el asiento del copiloto mientras mi madre nos preparaba una bolsa con bocadillos, fruta, agua y un termo de café “por si acaso”. Las familias españolas y sus “por si acasos”, cual si fuéramos a atravesar el desierto del Sáhara en vez de la A-6.
A medida que nos acercábamos a la Sierra de Francia, el paisaje iba transformándose. Las llanuras castellanas dieron paso a suaves colinas que pronto se convirtieron en montañas cubiertas de robles, castaños y encinas. El abuelo miró por la ventanilla con avidez, deseoso de absorber cada detalle. De vez en cuando señalaba con su dedo nudoso algún punto en el horizonte y soltaba frases: “Ahí solíamos ir a por setas” o “En ese monte una vez me perdí y me encontró el perro del señor Anselmo”.
Cuando finalmente divisamos La Alberca en la distancia, el abuelo se quedó callado. Completamente callado. Miré de reojo y vi una lágrima solitaria resbalando por su mejilla surcada de arrugas hasta perderse en su barba blanca de tres días.
No dije nada. Hay momentos en que las palabras sobran, y ese era uno de ellos.
La entrada al pueblo fue retroceder en el tiempo. Las calles estrechas y empedradas, las casas de piedra con balcones de madera llenos de geranios, los aleros salientes… todo parecía conservarse igual que en las fotografías en blanco y negro que el abuelo guardaba en una caja de zapatos bajo su cama.
La casa rural era muy acogedora y estaba bien equipada. Nuestra habitación, amplia y con suelo de madera crujiente, tenía dos camas individuales con colchas artesanales y una pequeña terraza que daba a un patio interior con una fuente. El abuelo se sentó en una de las camas y rebotó ligeramente sobre el colchón, similar a un niño probándolo.
—En esta cama se podría hibernar —afirmó satisfecho—. No en esos colchones modernos que parecen tablas de planchar.
Tras dejar las maletas y refrescarnos, decidimos dar un primer paseo por el pueblo. Era media tarde y el sol de julio calentaba, pero no abrasaba gracias a la altitud. El abuelo, apoyándose en su bastón y en ocasiones en mi brazo, caminaba despacio pero seguro.
—Quiero ir primero a la plaza Mayor —me dijo con una determinación que no admitía réplica.
Y así lo hicimos. La plaza Mayor de La Alberca es un espacio irregular rodeado de casas tradicionales con soportales de madera. En el centro se alza un viejo rollo jurisdiccional, símbolo del poder civil de antaño. Cuando llegamos, varios turistas se fotografiaban junto a él mientras otros tomaban cervezas en las terrazas de los bares.
El abuelo Jacinto permaneció en la entrada de la plaza, observándolo todo, calculando cuánto se transformó y cuánto seguía igual.
—Ahí —señaló una esquina bajo los soportales, donde ahora existe el Bar Castilla— estaba la taberna del tío Marcial. Los domingos después de misa venían los hombres a jugar a las cartas y a hablar de sus cosas. Yo me colaba a veces para escuchar sus conversaciones. Un día me pillaron y el tío Marcial me dio un coscorrón que creo que aún me duele.
Se rio al recordarlo y continuamos nuestro paseo. Me llevó luego hacia la Iglesia de la Asunción, una construcción robusta de piedra dorada con un campanario que dominaba el perfil del pueblo. En el camino, cada pocos metros se detenía para contarme alguna anécdota: que si aquí se cayó del burro de su padre, que si en esa casa de la calle de la Puente Alta vivía la familia más rica del pueblo que tenía hasta radio, que si detrás de aquel muro robó sus primeras cerezas…
La tarde fue consumiéndose entre historias y callejuelas. Al decidir volver a la hospedería, el cielo comenzaba a teñirse de naranja y el abuelo, aunque no lo admitiera, estaba cansado. Durante la cena en el restaurante del alojamiento —una sopa castellana seguida de cabrito asado que el abuelo devoró con un apetito sorprendente para su edad— planeamos lo que haríamos al día siguiente.
—Quiero subir al mirador de la Peña de Francia —dijo mientras mojaba un trozo de pan en la salsa del cabrito—. Si tus piernas de jovenzuela pueden con la caminata, claro.
—Mis piernas de jovenzuela te dejarán atrás, viejo cascarrabias —respondí guiñándole un ojo.
—Eso habrá que verlo —contestó con una sonrisa desafiante.
Tras un desayuno abundante en el que el abuelo engulló tres tostadas con mantequilla y mermelada casera —»para coger fuerzas”, se justificó—, nos pusimos en marcha hacia el mirador de la Peña de Francia. Decidimos ir en coche hasta donde se pudiera y luego caminar el resto. El día lucía espléndido, con un cielo de un azul intenso salpicado por algunas nubes perezosas que parecían haberse quedado dormidas flotando sobre las montañas.
El mirador se reveló como un amplio espacio natural desde donde se dominaba un panorama sobrecogedor: valles profundos cubiertos de vegetación, pueblos blancos que asomaban cual puntos de luz entre el verde, y montañas azuladas que se difuminaban en el horizonte hasta fundirse con el cielo. Era, en esencia, contemplar el mundo desde su terraza.
El abuelo se apoyó en la barandilla de piedra y contempló el paisaje en silencio durante un buen rato. Yo permanecí a su lado, dándole espacio para sus pensamientos, aunque moría de curiosidad. Finalmente habló, con la vista fija en algún punto lejano.
—Aquí solía venir con Candelaria.
El nombre flotó en el aire como una revelación. Nunca escuché al abuelo mencionar a ninguna Candelaria.
—¿Quién era Candelaria? —pregunté intentando sonar casual, aunque mi radar de historiadora familiar se activó a plena potencia.
El abuelo sonrió levemente, con esa sonrisa nostálgica que surge solo al recordar algo muy querido y muy lejano.
—Mi primer amor —respondió de forma simple, igual que quien comenta que mañana lloverá.
Lo miré boquiabierta. En todos mis veinticuatro años de vida, jamás oí hablar de ningún amor del abuelo que no fuera la abuela Carmen. Esto constituía un bombazo familiar de primera categoría.
—¿Tu primer amor? ¿Antes de la abuela? —pregunté atropelladamente.
—Pues claro que antes que tu abuela, Paulilla. ¿O te crees que nací casado?
Su comentario y el tono socarrón me hicieron reír.
—Cuéntame —le pedí mientras nos sentábamos en un banco de piedra frente al paisaje.
Y me contó. Me habló de Candelaria Martín, una muchacha del pueblo de ojos “tan negros que parecían aceitunas recién cogidas” y una risa “que sonaba igual que el agua del arroyo en primavera”. Me contó cómo se conocieron durante las fiestas del pueblo cuando él tenía dieciséis años y ella quince, cómo bailaron jotas hasta que les dolieron los pies, y cómo a partir de ese día buscaba cualquier excusa para pasar por delante de su casa en la calle Llanito.
—Nos hicimos novios en secreto —prosiguió con una mirada pícara—. Sus padres no veían con buenos ojos que saliera con el hijo de un jornalero, pero ella era rebelde, igual que tú.
Me guiñó un ojo y continuó su relato. Durante tres años mantuvieron su relación, viéndose a escondidas, dando largos paseos por los alrededores del pueblo y, sobre todo, viniendo a este mirador.
—Nos tumbábamos ahí, sobre la hierba —señaló un pequeño claro a unos metros—, y contemplábamos el aparecer de las estrellas. Ella conocía todas las constelaciones. Su abuelo se las enseñó. Me mostraba la Vía Láctea y me contaba historias sobre dioses y héroes del cielo.
Su voz adquirió un matiz diferente, más suave, casi de joven.
—El último verano, antes de que nos fuéramos a Madrid, veníamos aquí casi todas las tardes. Sabíamos que nos quedaba poco tiempo juntos.
Por su expresión, comprendí que revivía aquellos momentos con una claridad que el tiempo no logró difuminar.
—¿Y qué pasó cuando os marchasteis? —pregunté con suavidad.
El suspiro que soltó mi abuelo contenía décadas de melancolía.
—Nos escribíamos cartas. Al principio, cada semana. Le prometí que volvería, que encontraría trabajo y vendría a buscarla… —hizo una pausa—. Pero ya sabes cómo es la vida, Paulilla. Madrid me absorbió. Encontré trabajo en la fábrica de coches, conocí a nuevas personas, los meses se convirtieron en años…
—¿Y dejasteis de escribiros?
—Las cartas empezaron a espaciarse. Una al mes, luego cada dos meses… Un día recibí una donde me decía que la pedían en matrimonio. No le contesté. No supe qué decirle. Y ese fue el final.
Un silencio se instaló entre nosotros, interrumpido solo por el canto lejano de algún pájaro y el susurro del viento entre los árboles.
—¿Nunca has vuelto a saber de ella? —me atreví a preguntar.
Negó con la cabeza.
—Supongo que hizo su vida, tal como yo hice la mía con tu abuela. Y no me arrepiento —añadió rápidamente—. Quise a tu abuela Carmen con toda mi alma. Fuimos muy felices juntos. Pero, ¿sabes? El primer amor tiene algo especial. Es semejante a la primera vez que ves el mar. Sabes que hay otros mares en el mundo, que incluso puedes bañarte en aguas más cálidas o más cristalinas, pero nunca olvidas la impresión de esa primera vez.
Pasamos el resto de la mañana en el mirador, con el abuelo compartiendo más historias de su juventud: las travesuras con sus amigos, las duras jornadas ayudando en el campo, las fiestas patronales donde todo el pueblo se transformaba… Un mundo entero que existió y que ahora solo vivía en su memoria y, gracias a sus palabras, comenzaba a existir también en la mía.
Para la tarde, después de comer en un restaurante de la calle Llanito donde el abuelo se dio el gustazo de pedir «patatas meneás auténticas, no esas que preparan en Madrid que parecen puré», decidimos dar otro paseo por La Alberca. Esta vez nos dirigimos hacia la parte alta del pueblo, donde las calles se estrechaban aún más y las casas parecían adherirse unas a otras buscando calor.
El abuelo me señaló la que fue su casa familiar en la calle Castillo: una construcción modesta de dos plantas con un pequeño balcón de madera y una puerta robusta tachonada de clavos de hierro. Ahora lucía restaurada y con un cartel que la identificaba como casa rural.
—Vendimos la casa cuando murió mi padre —explicó—. Mi madre ya estaba en Madrid con nosotros y no tenía sentido mantenerla vacía.
Continuamos nuestro recorrido hasta llegar a la plaza de la Iglesia, un espacio tranquilo, con un olmo centenario en el centro y varios bancos de piedra dispuestos alrededor. En ellos, un grupo de mujeres mayores charlaban sentadas en sillas de anea que sacaron de sus casas.
El abuelo se detuvo en seco. Su mano, apoyada en mi brazo, se tensó de repente. Lo miré extrañada y vi que toda la sangre abandonó su rostro. Sus ojos, muy abiertos, se fijaron en una de las ancianas: una mujer menuda, de pelo blanco recogido en un moño y vestida con una falda oscura y una blusa de flores. Estaba de perfil a nosotros, riendo por algo que dijo otra de las mujeres.
—¿Abuelo? ¿Estás bien? —le pregunté alarmada.
No me respondió. Seguía mirando fijamente a la mujer, cual si hubiera visto un fantasma. De repente, la anciana, quizás sintiendo la intensidad de su mirada, giró la cabeza hacia nosotros.
Fue uno de esos momentos que parecen ocurrir a cámara lenta. Vi cómo sus ojos se encontraban, cómo la expresión de la mujer pasaba de la curiosidad al reconocimiento, y luego a algo que solo puedo describir como conmoción. Se llevó una mano al pecho mientras se incorporaba lentamente.
—Jacinto —la oí murmurar, aunque estábamos a varios metros.
Mi abuelo, olvidando por completo que yo existía, dio un paso adelante.
—Candelaria —respondió, con una voz que apenas reconocí.
El tiempo pareció detenerse en esa pequeña plaza. Las otras mujeres dejaron de hablar y observaban la escena con una mezcla de curiosidad y asombro. Nadie se movía, todos bajo un hechizo.
Fue ella quien lo rompió, avanzando despacio hacia mi abuelo. Y entonces, los dos acortaron la distancia que los separaba y se fundieron en un abrazo que contenía cincuenta años de ausencia.
Vi lágrimas en los ojos de mi abuelo. Vi cómo su cuerpo, tan erguido y firme, temblaba de forma leve. Vi cómo sus manos acariciaban la espalda de Candelaria con una delicadeza infinita, temeroso de que pudiera desvanecerse.
Se abrazaron durante lo que pareció una eternidad, ante la mirada atónita del improvisado público. Cuando finalmente se separaron, pero solo lo justo para poder mirarse a los ojos, comprendí que presenciaba algo único: el reencuentro de dos almas que el destino separó y que, por algún milagro, volvían a unirse aunque fuera por un instante.
—Estás igual —dijo mi abuelo con voz entrecortada.
Candelaria soltó una risa que sonó a juventud.
—Y tú sigues siendo un mentiroso de los buenos, Jacinto Fernández —respondió, secándose una lágrima con el dorso de la mano.
Poco a poco, fui testigo de cómo dos ancianos rejuvenecían ante mis ojos, redescubriéndose, contándose retazos de vidas separadas por la distancia, pero unidas por un hilo invisible que el tiempo no rompió.
Me mantuve a una distancia prudente, sin interrumpir ese momento mágico, hasta que mi abuelo pareció recordar mi existencia y me llamó con un gesto.
—Candelaria, esta es mi nieta Paula. Paula, esta es… —dudó un instante— Candelaria Martín.
Me acerqué y estreché la mano de la mujer, aunque ella de inmediato me dio dos besos cálidos en las mejillas.
—Tu abuelo decía que tendría una nieta con los mismos ojos que él —comentó mirándome con una sonrisa—. Y no se equivocaba.
Los días siguientes fueron un torbellino de encuentros, conversaciones y descubrimientos. Candelaria enviudó hace diez años, igual que mi abuelo. Su marido, Tomás, fue el médico del pueblo, un hombre bueno según sus palabras, con quien tuvo tres hijos que ahora viven repartidos entre Salamanca, Madrid y Barcelona.
Nos invitó a su casa en la calle Barrihuelo, una acogedora vivienda cerca de la iglesia llena de fotografías familiares y plantas. Allí, mientras tomábamos café y probábamos un bizcocho casero digno de cualquier pastelero profesional, Candelaria y mi abuelo reconstruyeron los años perdidos. Se contaron alegrías y penas, compartieron fotografías, recordaron a personas ausentes, rieron con anécdotas de juventud e incluso cantaron juntos viejas canciones populares que yo jamás escuché.
Los vi pasear cogidos del brazo por las calles de La Alberca, señalándose lugares significativos, deteniéndose a saludar a vecinos que reconocían al «hijo pródigo de los Fernández». Los vi sentarse en un banco de la plaza Mayor a tomar el sol de la tarde mientras compartían confidencias en voz baja. Los vi, en definitiva, construir un puente sobre el abismo de tiempo que los separó.
La última tarde, subimos los tres al mirador. Candelaria nos llevó por un camino menos empinado que ella conocía bien. Ya en lo alto, mientras contemplábamos cómo el sol comenzaba su descenso tras las montañas, tiñendo el cielo de naranjas y rojos, comprendí que debía darles espacio.
—Voy a bajar un poco a ver si encuentro esas flores silvestres tan bonitas que vimos antes —me excusé, sabiendo que mi abuelo entendería.
Me alejé lo suficiente para dejarles intimidad, pero no tanto como para perderlos de vista. Los observé sentados en el mismo banco de piedra donde días antes mi abuelo me contó su historia. Los vi conversar, hacer gestos, reír, y al final, tomarse de las manos mientras contemplaban juntos la puesta de sol.
En ese momento supe que mi regalo para el abuelo resultó mucho más grande de lo que jamás imaginé al planear este viaje.
La mañana de nuestra partida transcurrió extraña. El abuelo, exultante los últimos días, se mostraba inusualmente callado mientras desayunábamos. Candelaria vino a despedirnos y los tres manteníamos una conversación superficial que intentaba evitar lo inevitable: la despedida.
Cuando llegó el momento de subir al coche, el abuelo abrazó a Candelaria largamente. Les di la espalda, fingiendo comprobar algo en el maletero para concederles un último momento de privacidad.
Finalmente, mi abuelo se separó de ella y, para mi sorpresa, me entregó su maleta antes de decir:
—Paula, me quedo.
Lo miré perpleja, sin entender.
—¿Cómo que te quedas?
—Me quedo en La Alberca, con Candelaria —repitió con una determinación que conocía bien—. Al menos por una temporada.
Miré a Candelaria, que parecía tan sorprendida como yo, aunque una sonrisa iluminaba su rostro.
—Pero abuelo, tus medicinas, tus cosas…
—Puedes enviarme lo que necesite. O puedo ir a Madrid a buscarlas yo mismo cuando quiera —contestó con una seguridad pasmosa—. Tengo noventa y dos años, Paulilla. No quiero desperdiciar ni un día más.
No supe qué decir. Parte de mí quería protestar, enumerar todas las razones prácticas por las que esto era una locura. La otra parte, sin embargo, entendía lo que ocurría: mi abuelo encontró algo que creía perdido para siempre, y no estaba dispuesto a dejarlo ir de nuevo.
—¿Estás seguro? —fue lo único que logré articular.
—Completamente —respondió, y luego añadió con su humor habitual—: Además, así te ahorras el viaje de vuelta con mis coplas salmantinas.
Reí, a pesar de las lágrimas que amenazaban con asomar. Abracé a mi abuelo con fuerza, luego a Candelaria, y finalmente a los dos juntos.
—Cuídamelo bien —le dije a ella.
—Como si fuera lo más valioso del mundo —me prometió.
Cuando arranqué el coche y miré por el retrovisor, los vi de pie juntos, despidiéndose con la mano. Dos figuras ancianas que, de algún modo, parecían resplandecer con la luz de una segunda oportunidad.
Y mientras dejaba atrás La Alberca, comprendí que hay promesas que nos cambian la vida no solo a quienes se las hacemos, sino también a nosotros mismos. Mi promesa de llevar al abuelo a su pueblo desencadenó algo que ninguno de los dos podríamos haber imaginado.
Mi jefa no creyó nada cuando le pedí dos días más de vacaciones para volver a La Alberca el fin de semana siguiente con ropa, medicinas y efectos personales para mi abuelo. «Mi abuelo de noventa y dos años se ha reencontrado con su amor de juventud y ha decidido quedarse a vivir con ella», le expliqué. Me miró cual si le contara el argumento de una película cursi, pero me concedió los días.
Al regresar a casa, mis padres reaccionaron con una mezcla de incredulidad, preocupación y, finalmente, resignada aceptación ante la determinación del abuelo. «Siempre fue un cabezota», suspiró mi padre, que evidentemente heredó ese rasgo.
A veces me pregunto qué ocurrirá con ellos, cuánto tiempo les queda para disfrutar de este reencuentro tardío, pero lleno de intensidad. Pero luego recuerdo la mirada en los ojos de mi abuelo cuando contemplaba a Candelaria, y me digo que eso, sea por el tiempo que sea, ya vale la pena.
Y yo, mientras tanto, he aprendido que nunca es tarde para recuperar lo perdido, que hay amores que sobreviven al tiempo y la distancia, y que, a veces, cumplir una simple promesa puede desencadenar pequeños milagros.