
Teguise, la hija de Guadarfía, el último rey aborigen de Lanzarote, dio nombre a la que sería capital de la isla desde su conquista por los aventureros normandos Jean de Bethencourt y Gadifer de la Salle hasta 1847, cuando Arrecife, con su puerto, adquirió más relevancia.
Ese pasado se difumina para quien pasea por el centro de Teguise –La Villa, para los lanzaroteños–. Todo respira calma: las blancas casas coloniales con esquinas de piedra desnuda, la carpintería de balcones y puertas pintada de verde, las calles adoquinadas sin tráfico… La iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, reconstruida tras el incendio de 1909, posee el mayor patrimonio religioso de la isla. El convento de Santo Domingo acoge el Ayuntamiento, y el de San Francisco el Museo de Arte Sacro. Pero las mañanas de domingo Teguise se transfigura en un laberinto de puestos de artesanía, souvenirs o alimentos ecológicos del mayor mercadillo de Canarias.