
Los primeros pasos por este pueblo confirman lo esperado: aquí el viajero va a ver más pizarra que en sus años de escuela. Es esta roca la que lo determina todo en este rincón del norte de Guadalajara. Al ser el material dominante y, por ende, el más asequible de toda la sierra, pronto se utilizó para levantar el tejado y las paredes de unas viviendas coquetas, achaparradas y humildes pero muy resistentes. Y de la homogeneidad nació la estética que ahora atrae a decenas de excursionistas que encuentran aquí una hospitalidad rural irresistible, especialmente cuando el frío aprieta y en las chimeneas baila el fuego.
Callejeando siempre se llega a la plaza de María Cristina, el epicentro de esta localidad y la estampa más henchida de todas. Aquí no sobresale ningún edificio, pero el conjunto que conforman la iglesia de San Ildefonso (siglo XIX), la sede del Ayuntamiento y la fuente sintetiza a la perfección la belleza magnética del lugar. Si se sigue el mapa de imprescindibles, el paseo lleva hasta un museo etnográfico en el que se explica cómo era la vida en estas duras coordenadas y hasta una ermita, la de la Virgen de Gracia, que tiene el encanto del silencio. Eso sí, el último mandamiento, y quizás el más sagrado de toda visita a Valverde de los Arroyos, es el de peregrinar hasta las Chorreras de Despeñalagua, una cascada por tramos que suma un total de 120 m de altitud.