Primera noche:
—Críspulo, ¿estás seguro de que nadie nos verá?
—Tranquilo Petronio. El cementerio está cerrado hace más de tres horas, lo he revisado y no hay nadie dentro. Encima con la que está cayendo y el frío que hace, ¿quién va a venir a un lugar como este?
—Gracias por ayudarme Críspulo, no sabes lo que significa para mí ver a mi amada una vez más.
—Lo sé, pero date prisa, que el alba se acerca. ¿Cuál es la tumba que buscas?
—Es aquella, la que tiene una cruz de madera y una corona de flores marchitas. Ahí está ella, mi dulce Rosalía.
—Vamos, pues. Ayúdame a levantar esta losa. Es muy pesada, pero con un poco de fuerza la moveremos.
—Sí, vamos. Empuja Críspulo, empuja. Ya se mueve, ya se mueve. Un poco más, un poco más.
—Cuidado, Petronio, cuidado. La losa se nos escapa, está muy mojada y se escurre. ¡Aaaah!
—¡Ay, Dios mío! La losa se ha caído y ha hecho un ruido enorme. ¿Crees que alguien nos habrá oído?
—No lo sé, Petronio, no lo sé. Pero mira, el cielo se está iluminando. Ya es de día.
—¡Oh, no! Hemos fracasado, Críspulo. No hemos podido abrir la tumba de mi Rosalía. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—No te desesperes, pero ahora tenemos que irnos. Esperemos que mañana haga mejor día, aunque enero es muy lluvioso. Tendríamos que haberlo intentado más adelante.
—No Críspulo, no puedo esperar más. Aun así, te lo ruego, no me falles. Mañana volveremos a intentarlo. Hasta mañana Rosalía.
Segundo noche:
—Esta vez lo conseguiremos. ¿Tienes las herramientas?, le cometa Petronio a Críspulo.
—Sí, las tengo. Pero ten cuidado, que anoche hicimos mucho ruido. Puede que alguien nos esté vigilando.
—No me importa, Críspulo. Solo quiero ver a mi Rosalía. Vamos, ayúdame a levantar la losa. Esta vez no se nos escapará.
—¡Socorro, socorro! ¡Me han apuñalado!, grita un moribundo que corre hacia ellos, sangrando abundantemente a la vez que se sujetaba el vientre para que no se le salieran las tripas por una enorme herida que tiene encima del ombligo.
—¡Ayudadme, por favor! Me han rajado la barriga para robarme— Dice el moribundo, justo antes de exhalar su último aliento, cayendo al suelo sin poder dar más explicaciones.
—¡Por los clavos de Cristo!, este tío se ha muerto. ¿Qué vamos a hacer ahora? Allí viene más gente, le advierte Petronio a Críspulo, a la vez que levanta una mano para indicarle la dirección por donde se acercan.
—¡Alto! Las manos arriba—, grita el jefe de los policías que acaban de llegar.
—Parece que tenemos a los culpables.
—No, no. Eso no es cierto. Nosotros no lo hemos matado. Él vino corriendo hacia nosotros y nos dijo que le habían robado y apuñalado y luego murió—. Les comentó Críspulo.
—Sí, sí. Eso es lo que pasó. Nosotros solo queríamos desenterrar a Rosalía, mi esposa, para darle un último adiós. Aseveró Petronio
—¿Desenterrar a su mujer? ¿Estáis locos? Eso es un sacrilegio, una mentira. Vaya excusa más estúpida que os habéis inventado. Quedáis detenidos por el asesinato de ese desgraciado— A continuación fueron conducidos al calabozo.
—Vaya follón en el que nos hemos metido. En qué hora se me ocurriría ayudarte a desenterrar a tu esposa. Maldita sea mi vida.
—Tranquilo Críspulo, no hemos hecho nada malo, hay que tener fe. Dios nos ayudará.
—Buenas noticias. Hemos detenido a los asesinos, así que quedáis libre. Ahora, como os pillemos desenterrando muertos, os volveremos a detener. ¿Lo tenéis claro?—Les dijo el jefe policial tras entrar al calabozo donde se encontraban.
En el cementerio, la tercera noche:
—Críspulo, ¿dónde estás?
—Buenas noches, señor. ¿Busca usted a mi padre?
—¿Quién eres tú?
—Soy su hijo, señor. Mi padre no ha podido venir. Está enfermo y yo he venido en su lugar.
—¿Enfermo, ¿qué le ha ocurrido?
—No sabemos, nada más salir de la cárcel empezó a tener fiebre, No ha dejado de temblar y de delirar. Dice que ve fantasmas y que le persiguen.
—¿Y qué haces tú aquí, qué haces tú aquí? ¿No deberías estar con él?
—Él me ha pedido que viniera y le ayudara.
—No digas tonterías, muchacho, anda, llévame con tu padre.
—¿Petronio, eres tú? Dijo Críspulo desde la cama con un hilo de voz muy débil.
—Sí, Críspulo, soy yo ¿Cómo estás?
—Mal, me muero. No me queda mucho.
—No digas eso. Te pondrás bien, ya verás…
—No, Petronio, no. Es el fin. Dios me llama para pedirme cuentas por todos los pecados que he cometido en mi vida, el más terrible ayudarte en ese macabro encargo.—Y en ese momento cerró los ojos para siempre…
A partir de la muerte del sepulturero, Petronio empezó a caminar por las calles oscuras y vacías de la ciudad, sin rumbo ni destino, cada eco era un recordatorio de su soledad.
Se sentía solo, triste y amargado. No tenía nada que le diera sentido a su vida, ni nadie que le quisiera. Su única compañía era el recuerdo de su Rosalía, la mujer que había amado y perdido. Pero desde que la muerte se la arrebató, la desesperanza fue su compañera constante, una sombra que se estiraba con la oscuridad, más fiel que cualquier amigo que haya tenido. El desconsuelo era su abrigo, pesado y húmedo, que lo envolvía en el frío de una vida sin sentido.
Estaba asqueado de una sociedad que no valoraba los sentimientos, sino las apariencias. Un mundo donde el materialismo había devorado la compasión, arrebatándole primero a su Rosalía y después impidiéndole recuperarla.
Maldito mes de enero, ¿por qué siempre llueve en enero? Si hubiera hecho mejor tiempo, la losa estaría seca y habría podido acceder al cuerpo de su amada, no para despedirse como engatusó a Críspulo, sino para llevarla a su casa y posteriormente prenderle fuego. Estaba convencido de que morir a su lado, le ayudaría a encontrarse con ella en el paraíso.
Mientras tanto, solo le consolaba la noche eterna, la noche sin fin, su cómplice silenciosa, su lienzo oscuro donde podía pintar sus sueños rotos con la tinta invisible de sus pensamientos.