EL VALOR DE LAS PALABRAS EN LA CATA DE VINOS

Dos días y empezamos un nuevo curso de cata de vinos (para algunos, entre los que me incluyo, por 7º año) y quisiera reflexionar sobre el valor de las palabras. En caso del lenguaje vinícola el tema se vuelve muy complejo, ya que se mezclan términos concretos de cata con sensaciones personales que producen la ingesta de vino.

A menudo subestimamos el poder de las palabras. Yo, valoro las palabras como una de las herramientas más potentes y bellas para cambiar el mundo, el rumbo de una vida, el humor de una fiesta o el futuro de una relación. También provoca situaciones hirientes de un modo totalmente gratuito, como he puesto hace poco en mi Facebook, y apunto como solución que, dado que el filtro de pensar antes de hablar no funciona en la mayoría de las personas, el ser humano debería tener una lengua lo suficientemente larga como para podérsela meter por ese lugar donde nunca luce el sol. Es posible que de esa manera aprendiéramos a pensar mejor lo que se dice antes de hablar.

Pero sobre lo que quiero cavilar es sobre el lenguaje del vino que va desde los que defienden el simplismo más absoluto » Me gusta o no me gusta» al pedante redomado. Ese que, en lugar de aprobarlo con una sonrisa y seguir con la conversación, prefiere discutir con el sumiller, se empeña en oler el corcho, fantasea con las notas olfativas y repite la palabra maridar. En definitiva, el responsable de que algo feliz y espontáneo «¡Ponme un chato de vino!» sea hoy una experiencia irritante. Dirá cosas como, » A los americanos les hizo falta una década para hartarse del Chardannay, pero nosotros vamos por un camino todavía peor». La capacidad del pedante de apreciar matices con solo oler el corcho supera lo poético y llega hasta lo supraterrenal. El pedante no tiene límites: con oler el vino una segunda vez sabrá informar sobre el tostado de la barrica; a la tercera, sabrá si pasó la fermentación maloláctica en depósito, y cuando lo pruebe medirá su permanencia en caudalies.

Hay que reconocer que el pedante ha encontrado la fórmula magistral de la arrogancia encubierta y también un destello de genialidad, porque implica dos cosas contradictorias: modestia y defensa de la propia ignorancia. No hay nada como hacer alarde de lo que se desconoce para no tener que escuchar a nadie; el pedante principiante ni sabe ni le interesa, pero tiene carácter, que es mucho mejor.

Pero no hay que confundir la pedantería con esas frases geniales, divertidas y transgresoras. A lo largo de estos años he oído de todo e incluso he pronunciado en más de una ocasión. De hecho, tengo algunas de ellas fijas, como por ejemplo para evitar decir que un vino es malo o simple, definirlo como «Este vino tiene una buena proyección en el futuro». Un profesor utilizaba con frecuencia «Aromas de flores de tocador». Otro antiguo compañero era aficionado a describir las notas de cuero viejo como «olor a pelo de perro mojado». En una degustación de grandes vinos en el Hotel Palace he oído otras no menos sorprendentes como «aroma a enagua de novicia virgen» o «en nariz da notas de caballo sudado después de una carrera». A ésta se unen otras expresiones divertidas e igualmente creativas de nuevo cuño. Un público más joven afirma que le recuerda a «Red Bull» y uno más ochentero a «Peta Zetas, Palote o Chupa-Chups». Apelativos que solemos utilizar con frecuencia en nuestras catas para referirnos a vinos con mucha cereza o fresa.

Cada uno tenemos nuestro propio almacén de registros olfativos, muy vinculados a nuestro lugar de origen y a nuestra cultura. Por ello, al margen de intentar tener un buen vocabulario enológico lo más amplio posible, no veo mal el uso de cualquier definición poética, divertida, transgresora y desafiante para poder trasmitir y describir toda esa complejidad aromática que podemos encontrar en una copa de vino.

A partir de ahora, que nadie levante la ceja cuando oiga que ese vino huele «al caldillo de los pimientos de piquillo de mi madre» o «a las mañanas de primavera en el jardín».

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