Ayer estuve tomando un vino a la hora del aperitivo con tres colegas, uno de ellos, gaditano hasta el tuétano, de esos que llevan toda su vida en Madrid, pero no han perdido ni el acento característico de su tierra ni el gracejo que tienen al hablar.
Concretamente estábamos con una botella de vino de la DO Toro y lógicamente dio lugar para comentar las características de este.
¿A qué huele? Mi amigo el gaditano después de mirar, observar, llevarse la copa a la nariz, probarlo, respondió con cara de circunstancias con un lacónico “tú veráh”.
Esta expresión y otras similares es muy frecuente, sobre todo en personas poco iniciadas en la cata de vinos. Hay un común denominador que es la dificultad de poner nombre a los aromas que olemos. Sabemos que nos huele a algo, pero no encontramos la palabra adecuada para definirlo.
El olfato tan desarrollado en todos los animales ha quedado relegado en los seres humanos, dicen los antropólogos que es motivado por la evolución en volvernos bípedos. Lo que si está claro es que es algo personal que evoca, traslada, transporta. Una herramienta básica y ancestral que seguramente auxilió a no pocos de nuestros antepasados, evitándoles enormes desgracias como morir envenenados o cometer terribles errores con consecuencias insospechadas, ya sea dejar una hoguera encendida con enemigos al acecho o, tal vez, escoger la pareja equivocada para descalabro de sus genes y una -no menos importante- desdichada convivencia.
El más astuto de los sentidos se garantiza, cual disco duro, la impronta en nuestra sesera de aquello que aconteció sin que lo advirtamos siquiera; algo que se nos quedó dormido, haciendo seda, aguardando durante años hasta que, de pronto, tal día de tal año, el aroma de un ciprés nos devuelve de sopetón a veranos de bicicleta y radiocasete que creíamos enterrados, añorados y, al final, inevitablemente olvidados. El olfato llama a nuestra puerta como la señorita de Avon.
En el universo enológico el olfato tiene una doble utilidad, por una parte, aprovechar la remembranza de lo vivido, como método para fijar términos a los aromas, pero más importante aún es utilizarlo para como una herramienta de búsqueda de nuevas sensaciones.
Por eso hay que desarrollarlo para disfrutar de un vino en toda su extensión. La memoria sensorial entre los catadores es un recurso casi tan indispensable como las consultas que realizamos a la RAE, para hablar con propiedad, con fundamento de las características organolépticas del vino y no caer en las conversaciones vacuas propias de presumidos y cuñados en muchas sobremesas.
Pero la memoria sensorial no siempre es tal cosa. Es -como los amores- conexión, enlace y relación(es). Invoca, no evoca. ¡Y menos mal! Porque, de otro modo, yo tendría que preguntarme en qué momento de su vida un compañero de cata consiguió arrimarse tantísimo a un mico como para que ciertos líquidos, en la cata, le recuerden a “culo de mono”.
Quita, quita, Dios me libre. Con las cosas del beber no se juega… Y, ciertamente, no quiero ese recuerdo grabado en mi memoria.